La fiesta de la Candelaria o
Purificación se me mostró en un gran cuadro que ahora me
es difícil explicar. Vi esta fiesta en una iglesia
diáfana suspendida sobre la tierra, que representa la Iglesia
Católica en general, y que veo cuando debo contemplar no una
iglesia en particular, sino la Iglesia como tal. Estaba llena de
ángeles, que rodeaban a la Santísima Trinidad. Así
como yo debía ver a la Segunda Persona de la Trinidad en el
Niño Jesús presentado y rescatado en el templo, a pesar
de hallarse presente en la Trinidad Santísima, así me
parecía que el Niño Jesús se hallaba junto a
mí y me consolaba en mis dolores mientras yo veía a la
augusta Trinidad.
Estaba, pues, cerca de mí el Verbo encarnado, y parecía
que el Niño Jesús estaba unido a la Santísima
Trinidad mediante una vía luminosa. No dejaba de estar
allá, aunque estuviera a mi lado, y no dejaba de estar junto a
mí, aunque estuviera en la Trinidad. En el momento en que
sentí fuertemente la presencia del Niño Jesús
junto a mí, vi la figura de la Santísima Trinidad en otra
forma que cuando Ella me es presentada solamente como imagen de la
Divinidad.
En esto apareció un altar en medio de la iglesia: no era un
altar determinado de una de nuestras iglesias, sino un altar en general
y simbólico. Sobre él había un árbol
pequeño con grandes hojas colgantes, como había visto que
era el árbol de la ciencia del bien y del mal en el
Paraíso terrenal. Después vi a la Virgen Santísima
con el Niño Jesús en brazos como si emergiese de la
tierra, delante del altar, mientras el árbol que estaba sobre
él se inclinaba ante Ella y se secaba de inmediato.
Después vi que un ángel de vestiduras sacerdotales, con
un aro luminoso en la cabeza, se acercaba a María. Ella le dio
el Niño y el ángel lo puso sobre el altar, y en el mismo
momento vi al Niño en el cuadro de la Santísima Trinidad,
la cual contemplé esta vez en su forma común. Vi que el
ángel daba a María un pequeño globo, sobre el cual
había una figura como de un Niño fajado y María,
después de haberlo recibido, quedó suspendida en el aire
sobre el altar.
De todos lados salían brazos llevando antorchas que se
dirigían hacia ella, y María las presentaba al
Niño, sobre el globo, en el que entraron de inmediato. Las
antorchas formaron, por encima del Niño y de María, un
resplandor de luz que iluminaba todo el cuadro. María desplegaba
un amplio manto sobre toda la tierra. Luego todo cambió y se
transformó en otra escena, que parecía la
celebración de una fiesta.
Creo que la muerte del árbol de la ciencia del bien y del mal en
el momento de aparecer María y la absorción del
Niño ofrecido sobre el altar dentro del cuadro de la
Santísima Trinidad, debían ser imágenes de la
reconciliación de los hombres con Dios. Por esto mismo he visto
que las luces dispersas presentadas a la Madre de Dios y remitidas por
Ella al Niño Jesús se convertían en una sola luz
en Jesús, que es la Luz del mundo que ilumina a todo hombre y al
mundo entero, representado por aquel globo como por un globo imperial.
Las luces presentadas indicaban la bendición de las candelas,
que se celebra en la fiesta de la Candelaria.
LXXIII
La Sagrada Familia llega a casa de Santa Ana
Esta noche vi que la Sagrada Familia había llegado a la casa de
Ana, a media legua de Nazaret, hacia el valle de Zabulón. Tuvo
lugar allí una fiestecita familiar, como aquella celebrada
cuando partió María para el templo. Estaba María
de Helí, la hija mayor de Ana. Habían quitado la carga al
asno porque pensaban quedarse algún tiempo. Todos recibieron al
Niño Jesús con alegría, con una alegría
tranquila, interior: no había nada de apasionado en todas estas
personas. Estuvieron presentes algunos sacerdotes de edad y hubo una
fiestecita con una comida. Las mujeres comían separadas de los
hombres.
En otra ocasión veo de nuevo a la Sagrada Familia en casa de
Ana. Están presentes algunas mujeres, entre ellas María
Helí, hija mayor de Ana, con su hija María de
Cleofás; veo, además, a otra mujer del país de
Santa Isabel, y aquella sirvienta que había estado con
María en Belén. Esta sirvienta, después de perder
a su marido, que la había tratado mal, no quiso volver a casarse
y se fue a Juta, a casa de Isabel, donde María la conoció
cuando fue a visitar a su prima. De allí la viuda fue a casa de
Ana.
Hoy he visto a José atareado, cargando muchos bultos en casa de
Ana, e ir luego con la criada de Ana a Nazaret, seguido de dos o tres
asnos cargados.
Las frutas milagrosas de Santa Ana
En los casos desesperados invoco a Santa Ana, Madre de María, y
hoy, estando en visión en su casa, vi en el jardín muchas
peras, ciruelas y otras frutas pendientes de los árboles, a
pesar de no ser estación de frutas y de que los árboles
estuviesen sin hojas. Recogí algunas antes de salir de la casa y
llevé las peras a personas enfermas, que se curaron de
inmediato. Di también frutas a otras personas conocidas y
desconocidas, que sintieron gran alivio en sus penas y enfermedades.
Creo que estas frutas indican favores obtenidos por intercesión
de Santa Ana, y que significan para mí nuevos sufrimientos de
expiación. Por experiencia sé que sucede esto al tomar
frutas de los jardines de los santos: pago el favor que recibo con
nuevos dolores en favor de las almas.
En Palestina veo ahora a menudo brumas y lluvias; a veces un poco de
nieve que se derrite enseguida. Veo también árboles sin
hojas, pero con algunas frutas. Veo varias cosechas en el año, y
una que corresponde a nuestra estación de primavera. En el
invierno veo a la gente completamente cubierta, con mantos sobre la
cabeza.
La vida en Familia
Hoy, por la tarde, he visto a María con el Niño,
acompañada de su madre, Santa Ana, que iban a la casa de
José en Nazaret. El camino es agradable. Habrá una media
legua de distancia, entre colinas, jardines y huertas. Ana envía
alimentos a José y a María a su casa de Nazaret.
¡Qué conmovedor es todo lo que veo en la Sagrada Familia!
María es como una Madre y al mismo tiempo como la servidora del
Niño Jesús y la servidora de San José, y
José es para María como el amigo más devoto y el
servidor más humilde. ¡Cuánto me conmueve ver a
María mover y dar vuelta al Niño Jesús como a un
niño que no puede valerse por sí mismo!
El Niño Jesús puede tener un año de edad. Lo vi
jugando en torno de un balsamero, en un momento en que sus padres se
detuvieron durante el viaje; algunas veces lo hacían andar un
rato. Vi a la Virgen tejiendo vestiditos a punta de aguja o ganchillo.
Tenía tenía madeja de lana sujeta a la cadera derecha y
en las manos dos palillos de hueso, si no me equivoco, con unos
ganchillos en la extremidad. Uno de ellos podía medir media vara
de largo, el otro era más corto. La Virgen trabajaba de pie o
sentada, junto al Niño, que se hallaba acostado en una
pequeña cesta.
A José lo he visto trabajar trenzando diferentes objetos y hacer
tabiques y entarimados para las habitaciones con largas tiras de
cortezas amarillas, pardas y verdes. Tenía una provisión
de objetos semejantes superpuestos en un cobertizo contiguo a la casa.
Me inspiraba compasión pensando que pronto tendría que
dejar todo y huir a Egipto. Santa Ana venía con frecuencia, casi
todos los días, desde su casa que está a solo media legua.
LXXIV
Agitación de Herodes en Jerusalén
He visto lo que sucedía en Jerusalén y cómo
Herodes mandó llamar a mucha gente como cuando reclutaban
soldados en nuestra tierra. Los soldados recibieron trajes y armas en
un amplio patio donde se habían reunido. En el brazo
tenían una media luna (una rodela). Tenían venablos y
sables cortos y anchos, como cuchillas, y sobre la cabeza cascos;
muchos de ellos se ceñían las piernas con cintas. Todo
esto tenía relación con la matanza de los niños
inocentes, porque Herodes andaba

sumamente agitado. Hoy
lo he visto de nuevo en gran agitación, como cuando llegaron los
Reyes Magos a preguntarle acerca del Rey de los judíos
recién nacido. Estuvo consultando a viejos escribas y doctores,
que portaban largos rollos de pergamino fijos sobre dos pedazos de
madera, y estuvieron leyendo allí algo.
He visto que los soldados vestidos y equipados la víspera fueron
enviados a diversas direcciones, a los alrededores de Jerusalén
y de Belén. Creo que fue para ocupar aquellos lugares donde
más tarde las madres debían acudir con sus hijos a
Jerusalén, sin sospechar que habrían de ser degolladas
allí las criaturas. Quería impedir Herodes que su
crueldad fuera causa de algún levantamiento. Hoy he visto a los
soldados llegar a tres sitios diversos cuando salieron de
Jerusalén: fueron a Hebrón, a Belén y a un tercer
lugar que está entre los dos en dirección al Mar Muerto,
cuyo nombre no recuerdo.
Los habitantes de estos lugares, no sabiendo la causa de la llegada de
los soldados, estaban intranquilos y sobresaltados. Como Herodes era
astuto, no se traslucían sus malas ideas y buscaba a
Jesús secretamente. Los soldados apostados en esos lugares
permanecieron allí algún tiempo con el propósito
de no dejar escapar al Niño recién nacido en
Belén. Herodes hizo degollar a todas las criaturas menores de
dos años.
LXXV
La Sagrada Familia en Nazaret
Hoy he visto a Ana yendo con su criada desde su casa a Nazaret. La
criada llevaba un paquete colgado a su costado, una cesta sobre la
cabeza y otra en la mano. Estas cestas eran redondas y una de ellas
calada, porque dentro tenía aves. Llevaban alimentos para
María, que no tenía instalada la cocina porque
recibía todo de la casa de Ana.
Hoy por la tarde volví a ver a Ana y a su hija mayor,
María de Helí, la cual tenía junto a sí a
un niñito muy robusto de cuatro a cinco años: era ya un
nieto, hijo de su hija María de Cleofás. José
estaba ausente, en casa de Ana. Yo pensé para mis adentros: las
mujeres son siempre del mismo modo. Las veía sentadas juntas,
hablando familiarmente, jugando con el Niño Jesús, con
besos y caricias y poniéndolo en los brazos del niñito de
María Cleofás; todo pasaba como pasa en nuestros
días en iguales casos. María de Helí vivía
en una aldea a unas tres leguas de Nazaret, hacia el Oriente, y su casa
estaba también arreglada casi como la de Ana, con un patio
rodeado de muros y un pozo de bomba, del cual salía un chorro de
agua cuando se ponía el pie sobre un sitio determinado, cayendo
el agua sobre una fuente de piedra. Su marido se llama Cleofás y
su hija, casada con Alfeo, vivía en otro extremo de la aldea.
Por la noche he visto a las mujeres en oración. Estaban delante
de una mesa pequeña arrimada al muro y cubierta con un tapete
rojo y blanco. María estaba delante de Ana y su hermana cerca de
ella. A veces cruzaban las manos sobre el pecho, las juntaban y luego
las extendían y María leyó en un rollo que
tenía delante. Sus oraciones me recordaban la salmodia de un
coro conventual, por el tono y el ritmo con que procedían.
LXXVI
El Ángel se aparece a José y le manda huir a Egipto
Los veo partir de Nazaret. Ayer José había vuelto
temprano de Nazaret y Ana y su hija estaban aún en Nazaret con
María. Ya habían ido a descansar cuando el Ángel
apareció a José. María y el Niño
descansaban a la, derecha del hogar; Ana a la izquierda; María
de Helí entre la habitación de su madre y la de
José. Estas diversas habitaciones estaban separadas por tabiques
de ramas de árboles trenzadas y cubiertos en lo alto con zarzos
de la misma clase. El lecho de María estaba separado de los
demás de la pieza por medio de una mampara. El Niño
Jesús dormía a los pies de María sobre unas
alfombras en el suelo. Al levantarse, lo podía fácilmente
tomar en brazos.

Vi a José descansando en
su habitación, acostado de lado, con la cabeza sobre el brazo,
cuando un joven resplandeciente se acercó a su lecho y le
habló. José se incorporó; pero como estaba
abrumado de sueño, volvió a caer. El Ángel lo
tomó de la mano y lo levantó hasta que José
volvió completamente en sí y se levantó. El
Ángel desapareció. José encendió su propia
lámpara en otra que estaba colgada delante del hogar en medio de
la casa; luego golpeó a la entrada donde estaba María y
preguntó si podía recibirlo. Lo vi entrar y hablar con
María, la cual no descorrió la cortina que tenía
delante.
Luego José entró en una cuadra donde tenía el asno
y pasó a una habitación donde había diversos
objetos y arregló todo para la pronta partida. Cuando
José dejó a María, ésta se levantó y
se vistió para el viaje. Fue a ver a su santa madre y le dio
cuenta de la orden del Ángel de partir. Ana se levantó,
como también María de Helí con su nieto. Al
Niño Jesús lo dejaron aún descansando.
Para aquellas santas personas la voluntad de Dios era lo primero.
Estaban muy afectados y afligidos, pero no se dejaron llevar por la
tristeza y dispusieron lo necesario para el viaje. María no
tomó casi nada de lo que habían traído de
Belén. Hicieron un envoltorio de regular tamaño con las
cosas que José había dispuesto y añadieron algunas
colchas. Todo esto se hizo con calma y muy rápidamente, como
cuando se despierta uno para huir en secreto. María tomó
al Niño y su prisa fue tanta que no la vi cambiarle
pañales. El momento de partir había llegado y no es
posible decir cuánta era la aflicción de Ana y de su hija
mayor: estrechaban contra su pecho al Niño Jesús,
llorando, y el niñito besó también a Jesús.
Ana besó varias veces a María, llorando, como si no la
hubiera de ver más, mientras María de Helí se
echó al suelo derramando abundantes lágrimas.
Aún no era media noche cuando dejaron la casa y Ana y
María Helí acompañaron a los viajeros un trecho de
camino. José marchaba detrás con el asno y aunque iban en
dirección de la casa de Ana, la dejaron a un lado hacia la
derecha. María llevaba al Niño Jesús sujeto con
una faja que descansaba sobre sus hombros. Tenía un largo manto
que la envolvía toda con el Niño y un gran velo cuadrado
que no cubría más que la parte posterior de la cabeza y
caía a ambos lados de la cara.
Habían avanzado algo en el camino cuando José los
alcanzó con el asno, cargado con un odre lleno de agua y un
cesto lleno de objetos, como panecillos, aves vivas y un cantarito. El
pobre equipaje de los viajeros, junto con algunas colchas, iba
empaquetado alrededor del asiento, puesto de través con una
tablilla para descansar los pies. Otra vez volvieron a besarse,
llorando y Ana bendijo a María, que montó sobre el asno,
que conducía José, y prosiguieron su camino.
Por la mañana temprano he visto a María de Helí
que iba con su muchachito a la casa de Ana; después envió
a su suegro con un servidor a Nazaret y regresó a su propia
casa. Ana estaba empaquetando y ordenando todo lo que había
quedado en la casa de José. Por la mañana acudieron dos
hombres de la casa de Ana: uno de ellos no llevaba encima más
que una piel de carnero, con toscas sandalias sujetas por correas en
torno de las piernas; el otro llevaba ropas largas. Ayudaron a poner
orden en la casa de José, empaquetando las cosas que
debían llevar a casa de Ana.
Mientras tanto vi a la Sagrada Familia, la noche de su partida,
descansar en varios lugares y por la mañana en un cobertizo. Por
la tarde, no pudiendo llegar más lejos, entraron en un lugar
llamado Nazara, en una casa separada de las demás, porque eran
tratados con cierto desprecio los dueños de ella. No eran
judíos: en su religión había algo de paganismo,
porque iban a adorar al monte Garizím, cerca de Samaria, por un
camino montañoso y abrupto. Estaban obligados a pesadas tareas y
trabajaban como esclavos en el templo y en otras obras públicas.
Esta gente recibió a la Sagrada Familia con mucha amabilidad. Se
quedaron allí el día siguiente.
Al volver de Egipto la Sagrada Familia visitó a esa buena gente,
y también más tarde, cuando Jesús tenía
doce años, y fueron al templo, y cuando volvió a Nazaret
toda esa familia se hizo bautizar por San Juan y se unió a los
discípulos de Jesús. El pueblo de Nazara no está
lejos de otra ciudad puesta sobre una altura, cuyo nombre no recuerdo,
pues he oído nombrar varias ciudades en los alrededores, como
Legio, Massoloth, y entre ellas está Nazara, si mal no recuerdo.
LXXVII
Descanso bajo el terebinto de Abrahán
Ayer, sábado, después de la fiesta, la Sagrada Familia
dejó a Nazara durante la noche. La he visto todo el domingo y la
noche siguiente ocultándose cerca de aquel árbol grande
bajo el cual habían estado cuando fueron a Belén y donde
María había sufrido tanto el frío. Este
árbol era el terebinto de Abrahán, cerca del bosque de
Moré, no muy distante de Siquem, de Yhenat, de Silch y de Anima.
Las intenciones de Herodes se conocían en aquel país y
por eso no se sentían seguros. Cerca de este árbol fue
donde Jacob enterró los ídolos robados a Labán, y
junto a este terebinto Josué reunió al pueblo y estuvo
levantado el tabernáculo donde se hallaba el Arca de la Alianza
y exigió al pueblo renuncia de los ídolos. Allí
fue saludado como rey por lo siquemitas, Abimelec, hijo de
Gedeón.
Esta mañana he visto a la Sagrada Familia descansando, muy
temprano, junto a una fuente, bajo unos arbustos de bálsamo, en
una región fértil. El Niño Jesús estaba con
los pies desnudos sobre las rodillas de María. Los arbustos
estaban cubiertos de bayas rojas: en algunas ramas había
incisiones, de las que salía el líquido que era recogido
en pequeños recipientes. Yo me maravillaba de que no los
robaran. José llenó su cantarito con el licor que manaba
y comieron lo que habían traído, pan y bayas recogidas en
los arbustos vecinos, mientras el asno pastaba y abrevaba junto a
ellos. Hacia la izquierda se veía, en lontananza, la altura
donde estaba asentada Jerusalén. Era un cuadro conmovedor
mirarla desde este lugar.
LXXVIII
Santa Isabel huye al desierto con el niño Juan
Zacarías e Isabel conocían el peligro que amenazaba a los
niños, porque creo que la Sagrada Familia les envió un
mensaje de confianza. He visto a Isabel llevándose al
niño Juan a un sitio muy retirado del desierto, a unas dos
leguas de Hebrón. Zacarías los acompañó
hasta un lugar donde atravesaron un arroyuelo, pasando sobre una viga
tendida. Allí se separó de ellos y se encaminó a
Nazaret por el camino que María había tomado cuando fue a
visitar a su prima Isabel. Creo que iba a pedir mejores informes a
Santa Ana. Allí, en Nazaret, varios amigos de la Sagrada Familia
estaban muy tristes por la partida.
He visto que Juan, en el desierto, no llevaba sobre el cuerpo
más que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya
podía correr y saltar. Tenía en la mano un bastoncito
blanco, con el que jugaba como juegan los niños. El desierto no
era una inmensa extensión arenosa y estéril, sino una
soledad con muchas rocas, barrancos y grutas, donde crecían
arbustos diversos con bayas y frutos silvestres.
Isabel llevó al niño Juan a una gruta donde más
tarde vivió María Magdalena después de la muerte
del Salvador. No sé cuánto tiempo estuvo oculta
allí Isabel con el niño: probablemente quedó todo
el tiempo hasta que no podía ya temerse la persecución de
Herodes. Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir
cuando Herodes convocó a las madres que tenían hijos
menores de dos años, lo cual tuvo lugar un año más
tarde. No puedo decir los días, pero contaré las escenas
de la huida conforme recuerdo haberlas visto.
LXXIX
La Sagrada Familia se detiene en una gruta y ve al niño Juan
Cuando hubo pasado la Sagrada Familia algunas alturas del Monte de
los Olivos, la vi huyendo hacia Belén, en dirección
de Hebrón. A unas dos leguas del bosque de Mambré los vi
refugiarse en una gruta amplia, abierta en un desfiladero agreste,
encima del cual se hallaba un lugar parecido al nombre de
Efraín. Me parece que era la sexta vez que se detenían en
el camino.
Llegaron llenos de fatiga y de tristeza. María estaba muy
afligida y lloraba. Sufrían toda clase de privaciones, pues
tenían que tomar los senderos apartados y evitar los poblados y
las posadas públicas. Descansaron durante todo el día.
Tuvieron lugar aquí algunos hechos milagrosos para aliviar su
miseria. Brotó una fuente en la gruta, por la oración de
María, y una cabra salvaje se acercó a ellos y se
dejó ordeñar. Finalmente se les apareció un
ángel, que los consoló y animó.
En esta gruta había rezado a menudo un profeta y Samuel se
detuvo algunas veces. David guardaba en la vecindad los rebaños
de su padre, y aquí mismo, mientras oraba, recibió de un
ángel la orden y el mandato de combatir contra Goliat.
Después de dejar la gruta caminaron siete leguas hacia el
Mediodía, dejando a su izquierda el Mar Muerto y unas dos leguas
más allá de Hebrón entraron en el desierto donde
se encontraba por entonces el pequeño Juan, pasando a un tiro de
flecha de la gruta donde estaban refugiados.
La gruta donde Isabel tenía escondido al niño Juan,
estaba a poca
distancia, en medio de unas rocas altas. Pude ver al niño Juan
vagando
entre malezas y piedras. Me pareció lleno de inquietud y como si
esperara algo; no pude ver a su madre. La vista de aquel niño
corriendo
con paso seguro por ese lugar desierto producía una viva
impresión. De
la misma manera que se había estremecido en el seno de su
madre, como
queriendo ir al encuentro de su Señor, esta vez se hallaba
excitado por
la vecindad de su Redentor, que estaba sediento. Tenía sobre los
hombros una piel de cordero, sujeta por la cintura, y en la mano un
bastoncito, en cuya alta punta flotaba una banderola de corteza.
Sentía que Jesús pasaba y que tenía sed. Se puso
de rodillas y clamó a
Dios con los bracitos tendidos. Luego se levantó con rapidez
corrió
impulsado por el Espíritu hasta un costado de la roca y
golpeó el
suelo con su vara, brotando de inmediato agua abundante. Juan
corrió
hacia el sitio donde caía y allí se detuvo y vio a lo
lejos a la
Sagrada Familia que pasaba. María estaba sedienta y triste y el
Niño también tenía sed.
Los he visto avanzar en medio de un desierto de arena, muy
lánguidos y
cansados. El recipiente de agua y el cantarillo de bálsamo
estaban
vacíos. Los he visto pasar y detenerse fuera del camino en una
hondonada junto a unos zarzales en un lugar cómodo donde
había un poco de césped, aunque reseco. María
bajó con el Niño de la cabalgadura del asno y se
sentó en el suelo sobre el césped y puso al Niño
ante sí. Estaba triste y rezaba. Mientras María, como
Agar en el desierto, pedía un poco de agua para el Niño,
mis ojos vieron una escena conmovedora: María alzó al
Niño en los brazos y señalando hacia el lugar, dijo:
"Mira a Juan en el desierto".
Vi a Juan estremecerse de alegría junto al agua que caía;
hizo una señal con su banderola y luego huyó a su
soledad. El arroyo, después de algún tiempo llegó
hasta el camino que seguían los viajeros. Todos estaban llenos
de alegría. José cavó una pequeña hondura,
que pronto se llenó de agua y cuando estuvo limpia todos
bebieron. María bañó al Niño y luego se
lavaron las manos, la cara y los pies. José trajo el asno y le
dio de beber y finalmente llenó de agua su recipiente. Estaban
llenos de alegría y de agradecimiento. El césped seco
reverdeció con el agua; el sol se mostró brillante y
todos se encontraron reanimados, aunque silenciosos. Se detuvieron
allí dos o tres horas.
A poca distancia de una ciudad sobre la frontera del desierto, a dos
leguas más o menos del Mar Muerto, fue donde se detuvo la
Sagrada Familia por última vez en los dominios de Herodes. El
nombre de la ciudad era así como Anam, Anem o Anim. Pidieron
entrada en una casa aislada, que era posada para gentes que atravesaban
el desierto. Contra una altura había algunas cabañas y
cobertizos, y en los alrededores muchos frutales silvestres. Me
pareció que los habitantes eran camelleros, porque he visto
pastando varios camellos rodeados de vallas. Eran gentes de costumbres
salvajes, dedicadas, me parece, al pillaje; con todo, recibieron bien a
la Sagrada Familia y le dieron hospitalidad.
En la vecina ciudad habitaban gentes de costumbres desordenadas, que
habían huido después de una guerra. Entre las personas de
la posada había un joven de unos veinte años, llamado
Rubén.
En una noche estrellada he visto hoy a la Sagrada Familia atravesando
un terreno arenoso, cubierto de maleza corta. Me parecía viajar
con ellos por el desierto. El paraje era peligroso por la cantidad de
serpientes ocultas en la maleza y enrolladas entre la hojarasca. Se
acercaban silbando y levantando sus cabezas contra la Sagrada Familia,
que pasaba tranquila, rodeada de luz. He visto otros animales
dañinos, de patas cortas, y una especie, con alas sin plumas,
como grandes aletas, y el cuerpo largo y negruzco. Pasaban
rápidamente como si volaran; la cabeza se parecía a la de
los peces. (Quizás lagartos voladores).
La Sagrada Familia llegó a un camino ahuecado, que era una
excavación profunda del terreno y quisieron descansar
allí entre los zarzales. Tuve miedo por ellos, porque el sitio
era horrible y quise hacerles una muralla de zarzas entrelazadas; pero
se me presentó una bestia horrible, parecida a un oso y me
sentí llena de ansiedad terrible. De pronto apareció un
viejo amigo mío, sacerdote, que ha muerto hace poco y se
presentaba ahora como un hermoso joven. Tomó a la bestia feroz
por la nuca y la alejó de allí. Yo le pregunté por
qué había venido, pues seguramente se encontraría
mejor allá donde estaba, y me respondió: "Quería
socorrerte; no me quedaré mucho tiempo". Me dijo también
que yo volvería a verlo.
LXXX
En la morada de los ladrones
La Santa Familia avanzó unas dos leguas hacia el Oriente por el
camino principal; el último sitio donde llegaron, entre la Judea
y el desierto, tenía el nombre de Mará. Pensé en
el lugar donde había nacido Ana, pero no es éste. Los
habitantes eran bárbaros e inhospitalarios, y la Sagrada Familia
no recibió ayuda alguna.
Entraron más tarde en un gran desierto arenoso, donde no
había camino ni nada que indicara la dirección que
debían tomar, y no sabían qué hacer.
Después de haber andado un poco, subieron por una cadena de
montañas sombrías. Estaban de nuevo tristes y se pusieron
a rezar de rodillas, clamando al Señor que los ayudase. Varios
animales salvajes grandes se agruparon a su alrededor. Me
pareció al principio que eran peligrosos, pero aquellas bestias
no eran malas; por el contrario, miraban a los viajeros amistosamente,
como me mira el viejo perro de mi confesor cuando viene hacia
mí. Entendí que aquellas bestias fueron mandadas para
indicarles el camino. Miraban hacia la montaña; corrían
delante; luego volvían, como hace un perro cuando quiere guiar a
su dueño.
Vi a la Sagrada Familia seguir a las bestias y, atravesando esas
montañas, llegar a una región triste y agreste. Todo
estaba oscuro y los viajeros caminaron a lo largo de un bosque, donde,
fuera del camino delante del bosque, había una choza de mal
aspecto. A poca distancia de ella veíase colgada una
lámpara de un árbol, que se distinguía desde
lejos, destinada a atraer a los caminantes. El camino era
difícil, cortado a trechos por zanjas. Había hoyos
alrededor de la choza y por el camino hilos ocultos tendidos unidos a
unas campanillas puestas en la cabaña. Los ladrones eran de este
modo avisados de la presencia de viajeros, y salían a
despojarlos. Esta cabaña no estaba siempre en el mismo lugar:
como era movible sus habitantes la trasladaban de un lugar a otro,
según las necesidades.
Cuando la Sagrada Familia llegó adonde estaba la linterna, se
encontró rodeada por el jefe de los ladrones y cinco de sus
compañeros. Tenían al principio malas intenciones, pero
vi que partía del Niño Jesús un rayo luminoso que
como una flecha tocó el corazón del jefe de la banda, el
cual ordenó a su gente que no hicieran daño alguno a los
viajeros. María vio este rayo luminoso llegar al corazón
del jefe, porque a su vuelta contó el hecho a la profetisa Ana.
El ladrón condujo a la Sagrada Familia a la cabaña, donde
se encontraba su mujer y sus dos hijos. Ya era de noche. El hombre
contó a su mujer la impresión extraordinaria que le
produjo la vista del Niño y la mujer recibió a la Sagrada
Familia con timidez, aunque con buena voluntad. Los viajeros se
sentaron en el suelo, en un rincón de la casa y comieron algo de
lo que llevaban. Los dueños de la casa se mostraron a los
principios tímidos y reservados, cosa no habitual en ellos; pero
poco a poco se fueron acercando.
Otros hombres albergaron el asno de José bajo un cobertizo.
Aquellas gentes se animaron poco a poco y fueron colocándose en
torno de la Sagrada Familia y conversaron. La mujer ofreció a
María panecillos con miel y frutas y trajo agua para beber. El
fuego estaba encendido en una excavación hecha en un
rincón de la casa. La mujer arregló un sitio separado
para María y le llenó, a su pedido, una gamella llena de
agua para bañar al Niño, lavando también sus
pañales que puso a secar junto al fuego.
Milagro del agua de baño del
Niño Jesús
María bañó al Niño Jesús bajo una
sábana. El ladrón estaba tan conmovido que dijo a su
mujer: "Este Niño judío no es un niño
común: es un niño santo. Pídele a la madre que nos
deje bañar a nuestro hijo leproso en el agua donde ha lavado a
su hijo. Quizás esto lo cure de su enfermedad". Cuando la mujer
se acercó, La Virgen le dijo, antes que ella hablara, que
debía bañar a su niño leproso en aquella agua, y
la mujer trajo a un muchacho de tres años más o menos en
sus brazos. Estaba muy comido por la lepra y su cara era toda una
costra. El agua donde Jesús había sido bañado
aparecía más clara que antes y al ser puesto el
niño dentro del agua, las costras se desprendieron y el
niño se encontró perfectamente curado. La madre estaba
fuera de sí de contenta y quería besar a María y
al Niño Jesús, pero María no se dejó tocar
por ella ni tocar al Niño.
María le dijo que cavara una pequeña cisterna, echase el
agua dentro y que la virtud curativa del agua pasaría a la
cisterna. Conversó un rato con ella, la cual prometió
dejar ese lugar en la primera oportunidad que se le presentara. Los
padres sentían gran alegría por la curación del
hijo y habiendo acudido otros durante la noche, ellos les mostraban al
niño, contándoles lo acontecido.
Los recién llegados, entre los cuales había algunos
jóvenes, rodeaban a la Sagrada Familia, mirándola con
gran asombro. Me extrañó más esta actitud de los
bandidos al mostrarse tan respetuosos con la Sagrada Familia, porque
los había visto esa misma noche asaltar a varios viajeros
atraídos por la luz y conducirlos a una gran caverna que estaba
más abajo, en el bosque. Esta caverna, con la entrada oculta por
malezas, parecía servirles de depósito, porque vi
allí a varios niños robados de siete a ocho años y
a una vieja que cuidaba de todo lo que había almacenado.
Allí adentro he visto vestidos, carpetas, carne, camellos,
carneros, animales grandes y presas de toda clase.
Durante la noche vi a María descansando un rato, la mayor parte
del tiempo sentada en su lecho. Salieron por la mañana temprano,
provistos de alimentos que les habían dado los bandidos.
Aquellas gentes los acompañaron un trecho, los guiaron a
través de varias zanjas y se despidieron de ellos con gran
emoción. El jefe dijo a los viajeros de modo muy expresivo:
"Acordaos de nosotros dondequiera que vayáis". Al oír
estas palabras vi de pronto la escena de la Crucifixión y
escuché al buen ladrón diciendo a Jesús:
"Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu
Reino". Reconocí en el buen ladrón al niño curado
de la lepra.
La mujer del bandido dejó, después de algún
tiempo, la mala vida y fue a vivir en un sitio donde había
descansado la Sagrada Familia. Allí había brotado una
fuente y crecido un jardín de arbustos de bálsamos.
Varias familias buenas fueron más tarde a habitar en aquel lugar.
LXXXI
La primera ciudad egipcia. - La fuente milagrosa
He visto a la Sagrada Familia entrar en un lugar desolado: se
habían extraviado y vi que se acercaban reptiles de diversas
clases, entre ellos unos lagartos con alas de murciélagos, que
iban arrastrándose y muchas serpientes. No les hicieron
daño alguno, más bien parecía que querían
indicarles el camino. Algún tiempo después, no sabiendo
ya qué dirección tomar, vi que les fue mostrado el camino
por medio de un gracioso milagro. A ambos lados del camino brotó
la rosa llamada de Jericó con ramas de hojas rizadas que
tenían florecitas en el centro. Avanzaron con alegría en
medio de ellas, viendo que se alzaban las flores en toda la
extensión que alcanzaba la vista. Este prodigio continuó
por todo el desierto. A la Virgen le fue revelado que más tarde
vendrían gentes del país a recoger estas flores, para
venderlas a viajeros extranjeros y comprar pan con el producto de la
venta.
En efecto, he visto que así sucedió más tarde. El
nombre del lugar era Gaz o Gose. Los he visto arribar a un lugar
llamado, si mal no recuerdo, Lep o Lap, donde había agua, fosos,
canales y diques. Para atravesar el arroyo lo hicieron en balsas de
madera, en las cuales había unas tinas donde metían a los
asnos. Los que los pasaron en balsas fueron dos hombres de feo aspecto,
cetrinos, con narices muy chatas y labios gruesos, que andaban medio
desnudos.
Más tarde llegaron a unas casas apartadas de la
población, pero al ver a los habitantes tan altaneros y soeces,
no pararon ni hablaron con ellos. Habían llegado a la primera
población pagana egipcia, habiendo viajado durante diez
días en territorio de Judea y otros diez en el desierto.
He visto a la Sagrada Familia en un país llano, en territorio
egipcio. Aparecían grandes praderas donde pastaban los
rebaños. Vi árboles a los cuales habían sujetado
algunos ídolos semejantes a niños fajados. Las tiras que
los sujetaban estaban cubiertas de figuras y caracteres. Algunos
hombres gruesos, de corta estatura, vestidos al modo de los hilanderos
que he visto en el país de los tres Reyes, rendían
homenajes a esos ídolos.
La Sagrada Familia se refugió en un corral, del cual salieron
las bestias para dejarles lugar. No tenían en ese momento ni
agua ni alimento y nadie les dio cosa alguna. María apenas
podía alimentar a su Niño. Soportaron todos los
sufrimientos humanos en esos días. Cuando finalmente llegaron
algunos pastores a dar de beber a sus animales en un pozo cerrado, le
dieron a José un poco de agua para satisfacer su pedido.
El milagro de la datilera
Más tarde vi a la Sagrada Familia, desprovista de todo socorro
humano, atravesando un bosque, a la salida del cual había un
datilero muy alto con gran número de dátiles en su
extremidad superior pendientes de un racimo. María se
acercó al árbol, tomó en sus brazos al Niño
Jesús, y alzándolo, rezó una oración. El
árbol inclinó su copa como arrodillándose ante
ellos, y pudieron así recoger su abundante fruta. El
árbol quedó en la misma posición. Toda clase de
gente del lugar seguía luego a la Sagrada Familia, mientras
María repartía dátiles a muchos niños
desnudos que corrían detrás de ella.
Como a un cuarto de legua llegaron cerca de un sicomoro de grandes
dimensiones y se metieron dentro del hueco del árbol que estaba
en gran parte vacío, ocultándose a la vista de la gente
que los seguía, de tal modo que pasaron de largo por el lugar
sin verlos y así pudieron pasar la noche ocultos.
La fuente milagrosa
Los he visto al día siguiente seguir a través de un
arenal. Sin agua y cansados se detuvieron junto a un montículo
del camino. María rezó con fervor y vi entonces brotar un
manantial de agua abundante que regaba la tierra reseca del arenal.
José le abrió un cauce para apresar el agua en un hoyo
que hizo y se detuvieron a descansar. María lavó y
refrescó al Niño, y José llenó su odre de
agua y dio de beber al asno. He visto que se acercaban para refrescarse
unos animales muy feos, como grandes lagartos, y también
tortugas. No hicieron daño alguno a la Sagrada Familia, sino
que, por el contrario, la miraban con expresión de cariño
amistoso. Vi que el agua brotada, después de recorrer un camino
bastante largo, volvía a resumirse en la tierra a poca distancia
de la primera fuente. La tierra regada por esta agua fue fecunda, de
modo que pronto se cubrió de abundante vegetación y
creció allí el árbol del bálsamo en
abundancia.
A la vuelta de Egipto, pudieron sacar bálsamo de esos mismos
árboles. Más tarde este lugar fue conocido como "el monte
del bálsamo". Se establecieron allí varias personas,
entre ellas la madre del niño leproso curado en la choza de los
ladrones. Volví después a ver este lugar. Un hermoso
cerco de árboles de bálsamo rodeaba todo el monte, donde
habían plantado otros frutales. Abrieron un pozo ancho y
profundo del cual sacaban agua por medio de una noria tirada por bueyes
y que, mezclada con la fuente de María, la utilizaban para regar
jardines y huertas. Sin esa mezcla he entendido que el agua del pozo
hubiera sido mala y dañosa. Noté también que los
bueyes que tiraban de la noria dejaban de trabajar desde el
sábado al mediodía hasta el lunes por la mañana.
LXXXII
El ídolo de Heliópolis
Después de haber descansado y tomado alimentos se encaminaron a
una gran ciudad, bien construida, aunque por entonces medio
ruinosa; era Heliópolis, llamada también On. Este era el
lugar donde,
en tiempos de los hijos de Jacob, habitaba el sacerdote egipcio
Putifar, en cuya casa
vivía la joven Asenet, la hija que había tenido. Dina
después que fue
robada por los siquemitas, y que se casó más tarde con
José, virrey de
Egipto. He visto que allí vivía, cuando murió
Jesús en la cruz, Dionisio el
Areopagita. La ciudad había sido devastada por la guerra; y
fueron a establecerse toda clase de
gentes en sus ruinosos edificios. Pasaron allí por un puente muy
ancho y
muy largo, a través de un río con varios brazos. Llegaron
a una
plazoleta situada delante de la puerta de la ciudad, bordeada por una
especie de paseo. Había
allí sobre una columna tronchada, más ancha en su base
que en la altura, un
ídolo grande con cabeza de buey que tenía en sus brazos
algo así como
un niño fajado. Alrededor del ídolo había unas
mesas de piedras sobre los
cuales ponían sus ofrendas las gentes que venían de todas
partes de la ciudad.
Cerca de allí había un árbol corpulento bajo el
cual la Sagrada Familia se detuvo a descansar. Hacía algunos
momentos que estaban allí
descansando cuando tembló la tierra; el ídolo se
tambaleó sobre
su base y cayó a tierra. Este hecho fue causa de gran tumulto:
la gente comenzó a dar voces y
acudieron varios hombres que trabajaban en el canal. Un buen hombre,
que
había acompañado a la Sagrada Familia por el camino,
acudió también y la
condujo rápidamente a la ciudad; creo que era uno de los
trabajadores del canal. Se
hallaban fuera de la plaza cuando el pueblo, atribuyendo a ellos la
caída
de su ídolo, se enfureció contra ellos y los amenazaban e
injuriaban. Mientras
sucedía esto la tierra tembló nuevamente, el árbol
se desplomó,
cortándose sus raíces, y el suelo donde habían
estado el árbol y el ídolo
se convirtió en un lodazal de agua negra y fangosa, donde se
hundió el ídolo hasta los
cuernos, que sobresalían.
También se hundieron en el pantano algunos perversos de aquella
multitud furiosa. La Sagrada Familia continuó tranquila su
viaje,
dirigiéndose a la ciudad. Fueron a albergarse en un edificio
sólido junto al
templo grande de un ídolo donde encontraron sitios desocupados.
LXXXIII
La Sagrada Familia en Heliópolis
Una vez que atravesé el mar y fui a Egipto vi a la Sagrada
Familia habitando aún en la gran ciudad en ruinas. Esta ciudad
se extiende a lo largo de un gran río de varios brazos y se ve
desde lejos debido a su
elevada posición. Hay algunas partes abovedadas, debajo de las
cuales corre el
río. Para pasar a través de los brazos del río
usan vigas colocadas
sobre el agua. Vi allí, con gran admiración mía,
restos de grandes edificios,
torres en ruinas y templos en bastante buen estado. Había
columnas que parecían
torres, a las cuales se podía subir por la parte exterior; otras
muy altas terminadas
en punta y cubiertas con imágenes extrañas y figuras
semejantes a perros
acurrucados con cabeza humana.
La Sagrada Familia habitaba las salas de un gran
edificio, sostenido por un lado por gruesas columnas de poca altura,
unas de
canto recto y otras redondas. Bajo las columnas habitaban muchas
personas. En la
parte alta, encima del edificio, había un camino por el que se
podía transitar, y enfrente un gran templo de ídolos con
dos patios. Delante de un
espacio cerrado por un lado y abierto por otro, bajo una hilera de
gruesos pilares,
había hecho José una construcción liviana de
madera, dividida
en varias partes por medio de tabiques, donde habitaba la Sagrada
Familia. Noté, por
primera vez, que detrás de aquellos tabiques tenían un
altarcito ante
el cual oraban: era una mesa pequeña cubierta por un paño
rojo y otro blanco
transparente. Encima pendía una lámpara.
Más tarde vi a José, ya
bien instalado allí y que a menudo salía afuera a
trabajar. Hacía bastones con pomos
redondos en la extremidad, cestos y banquitos de tres pies y levantaba
tabiques livianos con ramas entrelazadas y tejidas. Las gentes del
país las untaban con un
baño especial y las utilizaban para dividir las viviendas en
compartimentos, contra los
muros y aún dentro de los muros, que eran de mucho espesor. Con
tablas
delgadas y largas hacían torrecitas livianas de seis y ocho
lados
terminados en punta con adorno redondo por remate. Una parte quedaba
abierta de modo que
podía una persona refugiarse dentro como en una garita:
tenían
escalones por fuera para poder subir hasta la punta de la torre.
Delante de los templos de
los ídolos y sobre las azoteas vi estas torrecitas, que
parecían refugios
para guardianes como defensa contra los ardores del sol.
Vi a la Virgen Santísima ocupada en trenzar alfombras y en otros
trabajos para los cuales se servía de un bastón con pomo:
me
parecía que hilaba o hacía otra labor semejante. Vi a
menudo gente que iba a visitarla y a ver al
Niño Jesús, que estaba a su lado, en el suelo, en una
cunita. Esta cunita la vi con
frecuencia colocada sobre una tijera parecida a la de los aserradores.
He
visto al Niño graciosamente acostado y una vez lo vi sentado
mientras
María tejía a su lado teniendo junto a sí una
cestilla con utensilios.
Había otras tres mujeres allí. Los hombres que se
habían refugiado en la ciudad
ruinosa vestían como aquellos que hilaban algodón que vi
cuando fui al
encuentro de los Reyes Magos; pero éstos llevaban unos vestidos
cortos en torno del
cuerpo. Vi muy pocos judíos, rondando con precaución,
como si no
tuvieran autorización para habitar la ciudad. Al norte de
Heliópolis, entre la ciudad y el
río Nilo, que se dividía en varios brazos, estaba el
país de Gessen.
Allí había un lugar, entre dos canales, donde
vivían muchos judíos que habían
degenerado en la práctica de la religión. Como varios
conocían a la Sagrada
Familia, María hacía para ellos toda clase de labores
femeninas con que ganarse el sustento.
Estos judíos de Gessen tenían un templo que comparaban
con el de
Salomón, pero que era muy distinto.

Vi otras veces a la Sagrada
Familia viviendo en
Heliópolis, cerca del templo de los ídolos de que ya he
hablado. José
había construido, no lejos de allí, un oratorio para los
judíos, porque
antes de llegar José no tenían lugar donde ejercer su
culto religioso. El oratorio
terminaba en una cúpula liviana, que se podía abrir al
aire libre. En el
centro había una mesa donde colocaban rollos escritos. El
sacerdote o escriba de la ley era
un anciano; los hombres se colocaban a un lado y las mujeres a otro,
cuando se
reunían para rezar.
Vi a la Virgen Santísima la primera vez que fue con
el Niño al oratorio: estaba sentada en el suelo, apoyada sobre
un brazo. El
Niño Jesús, vestido de celeste, estaba delante de ella,
con las manitas juntas
sobre el pecho. José poníase de pie detrás de
ella, cosa que
hacía siempre, a pesar de que los demás se sentaban.
Me fue mostrado el Niño Jesús cuando era ya grandecito y
recibía la visita de otros niños. Ya podía hablar
y corretear. Estaba casi
siempre al lado de José y lo acompañaba cuando
salía. Tenía un vestidito
semejante a una túnica hecha de una sola pieza. Como habitaban
junto a un templo de ídolos,
algunos de ellos cayeron hechos pedazos. Había quienes se
acordaban de la
caída de aquel gran ídolo que estaba delante de la puerta
cuando ellos
llegaron y atribuían el hecho a la cólera de los dioses
contra ellos. A causa de esto
tuvieron que sufrir muchas molestias y persecuciones.
LXXXIV
La matanza de los inocentes
Se apareció un Ángel a María y le hizo conocer la
matanza de los niños inocentes por el rey Herodes. María
y José se afligieron mucho y el
Niño Jesús, que tenía entonces un año y
medio,
lloró todo el día. He sabido lo siguiente: Como no
volvieron los Reyes Magos a Jerusalén, y estando Herodes ocupado
en algunos asuntos de familia, sus temores se habían
calmado un tanto; pero cuando regresó la Sagrada Familia a
Nazaret y oyó
las cosas que habían acontecido en el templo y las predicciones
de
Simeón y de Ana en la ceremonia de la Presentación en el
templo, aumentaron sus
temores y angustias.
Mandó soldados que con diversos pretextos debían guardar
los lugares alrededor de Jerusalén, a Gilgal, a Belén
hasta
Hebrón, y ordenó hacer un censo de los niños. Los
soldados ocuparon esos lugares durante
nueve meses, y mientras Herodes se hallaba en Roma. Después de
su vuelta se
produjo la degollación de los inocentes. Juan tenía
entonces dos
años, y había estado escondido en casa de sus padres
antes que Herodes diera la orden para que las madres se presentaran con
sus hijos de dos años o menos ante las
autoridades locales.
Isabel, advertida por un ángel, volvió a huir al
desierto con el niño Juan. Jesús tenía entonces
año y medio. La matanza tuvo lugar en siete sitios diferentes.
Se había
engañado a las madres, prometiéndoles premios a su
fecundidad; por eso ellas se
presentaban a las autoridades vistiendo a sus criaturas con los mejores
trajecitos.
Los hombres eran previamente alejados de las madres. Los niños,
separados de
sus madres, fueron degollados en patios cerrados y luego amontonados y
enterrados en fosos.
Hoy, al mediodía, vi a las madres con sus niños de dos
años o menos acudir a Jerusalén, desde Hebrón,
Belén y otro lugar donde
Herodes había ordenado a sus soldados y funcionarios. Se
dirigían a la ciudad en grupos
diversos: algunas llevaban dos niños montados en asnos. Cuando
llegaban eran
conducidas a un gran edificio siendo despedidos los hombres que las
habían
acompañado. Las madres entraban alegremente, creyendo que iban a
recibir regalos y
gratificaciones en premio a su fecundidad.
El edificio estaba un tanto aislado y bastante cerca del que fue
más tardé el palacio de
Pilatos. Como se hallaba rodeado de muros, no se podía saber
desde afuera lo que pasaba
adentro. Parecía aquello un tribunal, pues vi unos pilares en el
patio y bloques de
piedra con cadenas colgantes. También vi árboles que se
encorvaban y ataban juntos y luego, soltados rápidamente,
despedazaban a los desgraciados a
ellos atados.
Todo el edificio era sombrío, de construcción maciza. El
patio era casi tan grande como el cementerio que hay al lado de la
iglesia parroquial
de Dülmen. Se abría una puerta entre dos muros y se llegaba
al
patio, rodeado de construcciones por tres lados. Los edificios de
derecha e izquierda
eran de un solo piso y el del centro parecía una antigua
sinagoga
abandonada. Varias puertas daban al patio interno.
Las madres eran llevadas a
través del patio a edificios laterales, y allí
encerradas. Parecía aquello
una especie de hospital o posada. Cuando se vieron encerradas, tuvieron
miedo y empezaron a
llorar y a lamentarse. Pasaron la noche allí dentro.
Hoy, después de mediodía, vi el cuadro horrible de la
matanza de los niños. El gran edificio posterior que cerraba el
patio tenía dos pisos. El
inferior era una sala grande, desprovista, parecida a una
prisión, o a un cuerpo
de guardia, y en el piso superior había ventanas que daban al
patio.
Allí vi a algunas personas reunidas en un tribunal; delante de
ellas había rollos sobre una
mesa. Creo que Herodes estaría presente, pues vi a un hombre con
manto rojo
adornado de piel blanca, con pequeñas colas negras. Estaba
rodeado de los
demás y miraba por la ventana de la sala que daba al patio.
Las madres eran llamadas
una a una para ser llevadas desde los edificios laterales hasta la sala
inferior grande del cuerpo que estaba detrás. Al entrar, los
soldados les
quitaban los niños, llevándolos al patio, donde unos
veinte hombres los mataban
atravesándoles la garganta y el corazón con espadas y
picas. Había
niños aún fajados, a los cuales amamantaban sus madres, y
otros que usaban ya vestiditos. No se
ocuparon de desvestirlos, sino que tal como venían los tomaban
del
bracito o del pie y los arrojaban al montón. El
espectáculo era de lo
más horrible que puede imaginarse.
Entre tanto las madres eran amontonadas en la sala grande,
y cuando vieron lo que hacían con sus niños, lanzaban
gritos desgarradores, mesándose los cabellos y echándose
en brazos unas de
otras. Al fin se encontraron tan apretadas que apenas podían
moverse. Me parece que la
matanza duró hasta la noche. Los niños fueron echados
más
tarde en una fosa común, abierta en el mismo patio. Me fue dicho
el número de ellos, pero
ya no me acuerdo. Creo que había setecientos, más una
cifra donde
había un siete o diez y siete. Cuando vi este cuadro horrible no
sabía donde estaba
ocurriendo eso, y me parecía que era aquí, donde estaba
yo.
A la noche
siguiente vi a las madres sujetas con ligaduras y conducidas por los
soldados a sus casas. El
lugar de la matanza en Jerusalén fue el antiguo patio de las
ejecuciones, a poca distancia del tribunal de Pilatos; pero en la
época de éste
había sufrido varios cambios. Cuando murió Jesús,
vi que se abrió la
fosa donde estaban los niños inocentes y que sus almas salieron
de allí apareciéndose
en diversos lugares.
LXXXV
Santa Isabel vuelve a huir con el niño Juan