Pasión,
Muerte y Resurrección de Jesús
Juicio contra
Jesús
Visiones de la
recientemente declarada
Beata
Ana
Catalina Emmerick
En proceso de canonización
III
Jesús ante
Anás
"Anás y Caifás habían recibido
inmediatamente el
aviso de la prisión de Jesús, y en su casa estaba todo en
movimiento.
Los mensajeros corrían por el pueblo para convocar los miembros
del
Consejo, los escribas y todos los que debían tomar parte en el
juicio.
Toda la multitud de los enemigos de Jesús iba al tribunal de
Caifás,
conducida por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los
cuales
se juntaban muchos de los vendedores, echados del templo por
Jesús,
muchos doctores orgullosos, a los cuales había cerrado la boca
en presencia
del pueblo y otros muchos instrumentos de Satanás, llenos de
rabia interior contra toda santidad, y por consecuencia contra el Santo
de los santos.
Esta escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y
excitada por alguno de los principales enemigos de Jesús, y
corría por
todas partes al palacio de Caifás, para acusar falsamente de
todos
los crímenes al verdadero Cordero sin mancha, que lleva los
pecados
del mundo, y para mancharlo con sus obras, que, en efecto, ha tomado
sobre
sí y expiado.
Mientras que esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos
de Jesús, tristes y afligidos, pues no sabían el misterio
que
se iba a cumplir, andaban errantes acá y allá, y
escuchaban
y gemían. Otras personas bien intencionadas, pero débiles
e
indecisas, se escandalizaban, caían en tentación, y
vacilaban en su convicción. El número de los que
perseveraba pequeño.
Entonces sucedía lo que hoy sucede: se quiere ser buen cristiano
cuando
no se disgusta a los hombres, pero se avergüenza de la cruz cuando
el
mundo la ve con mal ojo. Sin embargo, hubo muchos cuyo corazón
fue
movido por la paciencia del Salvador en medio de tantas crueldades y
que
se retiraron silenciosos y desmayados.
A media noche Jesús fue introducido en el palacio de
Anás,
y lo llevaron a una sala muy grande. Enfrente de la entrada estaba
sentado
Anás, rodeado de veintiocho consejeros. Su silla estaba elevada
del
suelo por algunos escalones. Jesús, rodeado aún de una
parte
de los soldados que lo habían arrestado, fue arrastrado por los
alguaciles
hasta los primeros escalones. El resto de la sala estaba lleno de
soldados,
de populacho, de criados de Anás, de falsos testigos, que fueron
después
a casa de Caifás. Anás esperaba con impaciencia la
llegada
del Salvador Estaba lleno de odio y animado de una alegría
cruel. Presidía
un tribunal, encargado de vigilar la pureza de la doctrina, y de acusar
delante
de los príncipes de los sacerdotes a los que la
infringían.
Vi al divino Salvador delante de Anás, pálido,
desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los alguaciles
tenían la punta de las
cuerdas que apretaban sus manos. Anás, viejo, flaco y seco, de
barba
clara, lleno de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa
irónica,
haciendo como que nada sabía y que extrañaba que
Jesús
fuese el preso que le habían anunciado. He aquí lo que
dijo
a Jesús, o a lo menos el sentido de sus palabras:
"¿Cómo, Jesús de Nazareth? Pues
¿dónde están tus discípulos y tus numerosos
partidarios? ¿dónde está tu reino? Me parece que
las cosas no se han vuelto como tú creías; han visto que
ya bastaba de insultos a Dios y a los sacerdotes, de violaciones de
sábado. ¿Quiénes son tus discípulos?
¿dónde están? ¿Callas? ¡Habla, pues,
agitador, seductor! ¿No has comido el cordero pascual de un modo
inusitado, en un tiempo y en un sitio adonde no debías hacerlo?
¿Quieres tú introducir una nueva doctrina?
¿Quién te ha dado derecho para enseñar?
¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu
doctrina?".
Entonces Jesús levantó su cabeza cansada, miró a
Anás,
y dijo: "He hablado en público, delante de todo el mundo: he
enseñado
siempre en el templo y en las sinagogas, adonde se juntan los
judíos.
Jamás he dicho nada en secreto. ¿Por qué me
interrogas?
Pregunta a los que me han oído lo que les he dicho. Mira a tu
alrededor;
ellos saben lo que he dicho". A estas palabras de Jesús, el
rostro
de Anás expresó el resentimiento y el furor. Un infame
ministro que estaba cerca de Jesús lo advirtió; y el
miserable pegó
con su mano cubierta de un guante de hierro, una bofetada en el rostro
del
Señor, diciendo: "¿Así respondes al Sumo
Pontífice?".
Jesús, empujado por la violencia del golpe, cayó de un
lado
sobre los escalones, y la sangre corrió por su cara.
La sala se llenó de murmullos, de risotadas y de ultrajes.
Levantaron
a Jesús, maltratándolo, y el Señor dijo
tranquilamente:
"Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien,
¿por
qué me pegas?". Exasperado Anás por la tranquilidad de
Jesús,
mandó a todos los que estaban presentes que dijeran lo que le
habían
oído decir. Entonces se levantó una explosión de
clamores confusos y de groseras imprecaciones. "Ha dicho que era rey;
que Dios era su padre; que los fariseos eran unos adúlteros;
subleva al pueblo;
cura, en nombre del diablo, el sábado; los habitantes de Ofel le
rodeaban
con furor, le llaman su Salvador y su Profeta; se deja nombrar Hijo de
Dios;
se dice enviado por Dios; no observa los ayunos; come con los impuros,
los
paganos, los publicanos y los pecadores".
Todos estos cargos los hacían a la vez: los acusadores
venían
a echárselos en cara, mezclándolos con las más
groseras
injurias, y los alguaciles le pegaban y le empujaban, diciéndole
que
respondiera. Anás y sus consejeros añadían mil
burlas
a estos ultrajes, y le decían: "¡Esa es tu doctrina!
¿Qué respondes? ¿Qué especia de Rey eres
tu? Has dicho que eres
más que Salomón. No tengas cuidado, no te rehusaré
más
tiempo el título de tu dignidad real". Entonces Anás
pidió
una especie de cartel, de una vara de largo y tres dedos de ancho;
escribió
en él una serie de grandes letras, cada una indicando una
acusación
contra el Señor. Después lo envolvió, y lo
metió
en una calabacita vacía, que tapó con cuidado y
ató
después a una caña. Se la presentó a Jesús,
diciéndole
con ironía: "Este es el cetro de tu reino: ahí
están
reunidos tus títulos, tus dignidades y tus derechos.
Llévalos
al Sumo Sacerdote para que conozca tu misión y te trate
según
tu dignidad. Que le aten las manos a ese Rey, y que lo lleven delante
del
Sumo Sacerdote".
Ataron de nuevo las manos a Jesús; sujetaron también con
ello
el simulacro del cetro, que contenía las acusaciones de
Anás;
y condujeron a Jesús a casa de Caifás, en medio de la
risa,
de las injurias y de los malos tratamientos de la multitud. La casa de
Anás
estaría a trescientos pasos de la de Caifás. El camino,
que
era a lo largo de paredes y de pequeños edificios dependientes
del
tribunal del Sumo Pontífice, estaba alumbrado con faroles y
cubierto de judíos, que vociferaban y se agitaban. Los soldados
podían
apenas abrir por medio de la multitud. Los que habían ultrajado
a
Jesús en casas de Anás repetían sus ultrajes
delante
del pueblo; y el Salvador fue injuriado y maltratado todo el camino. Vi
hombres
armados rechazar algunos grupos que parecían comparecer al
Señor,
dar dinero a los que se distinguían por su brutalidad con
Jesús y dejarlos entrar en el patio de Caifás.
IV
Jesús ante
Caifás
Para llegar al tribunal
de Caifás se atraviesa un primer patio exterior, después
se
entra en otro patio, que rodea todo el edificio. La casa tiene doble de
largo
que de ancho. Delante hay una especie de vestíbulo descubierto,
rodeado
de tres órdenes de columnas, formando galerías cubiertas.
Jesús
fue introducido en el vestíbulo en medio de los clamores, de las
injurias
y de los golpes. Apenas estuvo en presencia del Consejo, cuando
Caifás
exclamó: "¡Ya estás aquí, enemigo de dios,
que
llenas de agitación esta santa noche!". La calabaza que
contenía
las acusaciones de Anás fue desatada del cetro ridículo
puesto
entre las manos de Jesús. Después que las leyeron,
Caifás
con más ira que Anás, hacía una porción de
preguntas
a Jesús, que estaba tranquilo, paciente, con los ojos mirando al
suelo.
Los alguaciles querían obligarle a hablar, lo empujaban, le
pegaban,
y un perverso le puso el dedo pulgar con fuerza en la boca,
diciéndole
que mordiera.
Pronto comenzó la audiencia de los testigos, y el populacho
excitado
daba gritos tumultuosos, y se oía hablar a los mayores enemigos
de
Dios, entre los fariseos y los saduceos reunidos en Jerusalén de
todos
los puntos del país. Repetían las acusaciones a que
Él
había respondido mil veces: "Que curaba a los enfermos y echaba
a
los demonios por arte de éstos, que violaba el Sábado,
que
sublevaba al pueblo, que llamaba a los fariseos raza de víboras
y
adúlteros, que había predicho la destrucción de
Jerusalén,
frecuentaba a los publicanos y los pecadores, que se hacía
llamar
Rey, Profeta, Hijo de Dios; que hablaba siempre de su Reino, que
desechaba
el divorcio, que se llamaba Pan de vida". Así sus palabras, sus
instrucciones
y sus parábolas eran desfiguradas, mezcladas con injurias, y
presentadas
como crímenes. Pero todos se contradecían, se
perdían
en sus relatos y no podían establecer ninguna acusación
bien
fundada.
Los testigos comparecían más bien para decirle injurias
en
su presencia que para citar hechos. Se disputaban entre ellos, y
Caifás
aseguraba muchas veces que la confusión que reinaba en las
deposiciones
de los testigos era efecto de sus hechizos. Algunos dijeron que
había
comido la Pascua la víspera, que era contra la ley y que el
año
anterior había ya hecho innovaciones en la ceremonia. Pero los
testigos
se contradijeron tanto, que Caifás y los suyos estaban llenos de
vergüenza
y de rabia al ver que no podían justificar nada que tuviera
algún
fundamento. Nicodemus y José de Arimatea fueron citados a
explicar
sobre que había comido la pascua en una sala perteneciente a uno
de
ellos, y probaron, con escritos antiguos, que de tiempo inmemorial los
galileos
tenían el permiso de comer la Pascua un día antes. Al
fin,
se presentaron los dos diciendo: "Jesús ha dicho: Yo
derribaré
el templo edificado por las manos de los hombres y en tres días
reedificaré
uno que no estará hecho por mano de los hombres". No estaban
éstos
tampoco acordes. Caifás, lleno de cólera, exasperado por
los
discursos contradictorios de los testigos, se levantó,
bajó
los escalones, y dijo: "Jesús: ¿No respondes tú
nada
a ese testimonio?". Estaba muy irritado porque Jesús no lo
miraba.
Entonces los alguaciles, asiéndolo por los cabellos, le echaron
la
cabeza atrás y le pegaron puñadas bajo la barba; pero sus
ojos
no se levantaron.
Caifás elevó las
manos con viveza, y dijo en tono de
enfado:
"Yo te conjuro por el Dios vivo que nos digas si eres el Cristo, el
Mesías,
el Hijo de Dios". Había un profundo silencio, y Jesús,
con
una voz llena de majestad indecible, con la voz del Verbo Eterno, dijo:
"Yo
lo soy, tú lo has dicho. Y yo os digo que veréis al Hijo
del
hombre sentado a la derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las
nubes
del cielo". Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi
resplandeciente:
el cielo estaba abierto sobre Él, y en una intuición que
no
puedo expresar, vi a Dios Padre Todopoderoso; vi también a los
ángeles, y la oración de los justos que subía
hasta su Trono. Debajo
de Caifás vi el infierno como una esfera de fuego, oscura, llena
de
horribles figuras. Él estaba encima, y parecía separado
sólo
por una gasa. Vi toda la rabia de los demonios concentrada en
él.
Toda la casa me pareció un infierno salido de la tierra. Cuando
el
Señor declaró solemnemente que era el Cristo, Hijo de
Dios, el infierno tembló delante de Él, y después
vomitó todos sus furores en aquella casa. Caifás
asió el borde de su
capa, lo rasgó con ruido, diciendo en alta voz: "¡Has
blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos?
¡Habéis oído? Él blasfema:
¿cuál es vuestra sentencia?". Entonces todos
los asistentes gritaron cuna voz terrible: "¡Es digno de muerte!
¡Es
digno de muerte!". Durante esta horrible gritería, el furor del
infierno
llegó a lo sumo. Parecía que las tinieblas celebraban su
triunfo
sobre la luz. Todos los circunstantes que conservaban algo bueno fueron
penetrados de tan horror que muchos se cubrieron la cabeza y se fueron.
Los
testigos más ilustres salieron de la sala con la conciencia
agitada. Los otros se colocaron en el vestíbulo alrededor del
fuego, donde les dieron dinero, de comer y de beber. El Sumo Sacerdote
dijo a los alguaciles: "Os entrego este Rey; rendid al blasfemo los
honores que merece". Enseguida se retiró con los miembros del
Consejo a otra sala donde no se le podía
ver desde el vestíbulo.
Cuando Caifás salió de la sala del tribunal, con los
miembros
del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre
Nuestro
Señor, como un enjambre de avispas irritadas. Ya durante el
interrogatorio
de los testigos, toda aquella chusma le había escupido,
abofeteado,
pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora, entregados sin freno a
su
rabia insana, le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de
corteza
de árbol y decían: "Ved aquí al hijo de David con
la
corona de su padre. Es el Rey que da una comida de boda para su hijo".
Así
se burlaban de las verdades eternas, que Él presentaba en
parábolas a los hombres que venía a salvar; y no cesaban
de golpearle con los
puños o con palos. Le taparon los ojos con un trapo asqueroso, y
le
pegaban, diciendo: "Gran Profeta, adivina quién te ha pegado".
Jesús
no abría la boca; pedía por ellos interiormente y
suspiraba.
Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas; era todo
tenebroso,
desordenado y horrendo. Pero también vi con frecuencia una luz
alrededor
de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios.
Muchos
de los circunstantes parecían tener un presentimiento de ello,
más
o menos confuso; sentían con inquietud que todas las ignominias,
todos
los insultos no podían hacerle perder su indecible majestad. La
luz que rodeaba a Jesús parecía redoblar el furor de sus
ciegos
enemigos.
V
Negación de Pedro
Pedro y Juan que
habían
seguido a Jesús de lejos, lograron entrar en el tribunal de
Caifás.
Ya no tuvieron fuerzas para contemplar en silencio las crueldades e
ignominias
que su Maestro tuvo que sufrir. Juan fue a juntarse con la Madre de
Jesús,
que en estos momentos se hallaba en casa de Marta. Pedro estaba
silencioso;
pero su silencio mismo y su tristeza lo hacían sospechoso. La
portera
se acercó, y oyendo hablar de Jesús y de sus
discípulos,
miró a Pedro con descaro, y le dijo: "Tú eres
también
discípulo del Galileo". Pedro, asustado, inquieto y temiendo ser
maltratado
por aquellos hombres groseros, respondió: "Mujer, no le conozco;
no
sé lo que quieres decir". Entonces se levantó y queriendo
deshacerse
de aquella compañía, salió del vestíbulo.
Era
el momento en que el gallo cantaba la primera vez.
Al salir, otra criada le miró, y dijo: "Este también se
ha visto con Jesús de Nazareth"; y los que estaban a su lado
preguntaron:
"¿No eras tú uno de sus discípulos?". Pedro,
asustado,
hizo nuevas protestas, y contestó: "En verdad, yo no era su
discípulo;
no conozco a ese hombre". Atravesó el primer patio, y vino al
del
exterior. Ya no podía hallar reposo, y su amor a Jesús lo
llevó
de nuevo al patio interior que rodea el edificio. Mas como oía
decir a algunos: "¿Quién es ese hombre?", se
acercó a la lumbre,
donde se sentó un rato. Algunas personas que habían
observado
su agitación se pusieron a hablarle de Jesús en
términos
injuriosos. Una de ellas le dijo: "Tú eres uno de sus
partidarios;
tú eres Galileo; tu acento te hace conocer". Pedro procuraba
retirarse;
pero un hermano de Maleo, acercándose a él le dijo:
"¿No
eres tú el que yo he visto con ellos en el jardín de las
Olivas,
y que ha cortado la oreja de mi hermano?". Pedro, en su ansiedad,
perdió
casi el uso de la razón: se puso a jurar que no conocía a
ese
hombre, y corrió fuera del vestíbulo al patio interior.
Entonces
el gallo cantó por segunda vez, y Jesús, conducido a la
prisión
por medio del patio, se volvió a mirarle con dolor y
compasión.
Las palabras de Jesús: "Antes que el gallo cante dos veces, me
has
de negar tres", le vinieron a la memoria con una fuerza terrible. En
aquel
instante sintió cuán enorme era su culpa, y su
corazón
se partió. Había negado a su Maestro cuando estaba
cubierto
de ultrajes, entregado a jueces inicuos, paciente y silencioso en medio
de
los tormentos. Penetrado de arrepentimiento, volvió al patio
exterior
con la cabeza cubierta y llorando amargamente. Ya no temía que
le
interpelaran: ahora hubiera dicho a todo el mundo quién y
cuán
culpable era.
VI
María en casa de
Caifás
La Virgen Santísima, hallándose constantemente en
comunicación
espiritual con Jesús, sabía todo lo que le
sucedía,
y sufría con Él. Estaba como Él en oración
continua
por sus verdugos; pero su corazón materno clamaba también
a
Dios, para que no dejara cumplirse este crimen, y que apartara esos
dolores de su Santísimo Hijo. Tenía un vivo deseo de
acercarse a Jesús,
y pidió a Juan que la condujera cerca del sitio donde
Jesús
sufría. Juan, que no había dejado a su divino Maestro
más
que para consolar a la que estaba más cerca de su corazón
después
de Él, condujo a las santas mujeres a través de las
calles,
alumbradas por el resplandor de la luna. Iban con la cabeza cubierta;
pero
sus sollozos atrajeron sobre ellas la atención de algunos
grupos,
y tuvieron que oír palabras injuriosas contra el Salvador.
La Madre de Jesús contemplaba interiormente el suplicio de su
Hijo, y lo conservaba en su corazón como todo lo demás,
sufriendo
en silencio como Él. Al llegar a la casa de Caifás,
atravesó
el patio exterior y se detuvo a la entrada del interior, esperando que
le
abrieran la puerta. Esta se abrió, y Pedro se precipitó
afuera,
llorando amargamente. María le dijo: "Simón,
¿qué
ha sido de Jesús, mi Hijo?". Estas palabras penetraron hasta lo
íntimo de su alma. No pudo resistir su mirada; pero María
se fue a él,
y le dijo con profunda tristeza: "Simón, ¿no me
respondes?".
Entonces Pedro exclamó, llorando: "¡Oh Madre, no me
hables!
Lo han condenado a muerte, y yo le he negado tres veces
vergonzosamente".
Juan se acercó para hablarle; pero Pedro, como fuera de
sí,
huyó del patio y se fue a la caverna del monte de las Olivas.
La Virgen Santísima tenía el corazón destrozado.
Juan
la condujo delante del sitio donde el Señor estaba encerrado.
María
estaba en espíritu con Jesús; quería oír
los
suspiros de su Hijo y los oyó con las injurias de los que le
rodeaban.
Las santas mujeres no podían estar allí mucho tiempo sin
ser vistas; Magdalena mostraba una desesperación demasiado
exterior y
muy violenta; y aunque la Virgen en lo más profundo de su dolor
conservaba
una dignidad y un silencio extraordinario, sin embargo, al oír
estas
crueles palabras: "¿No es la madre del Galileo? Su hijo
será
ciertamente crucificado; pero no antes de la fiesta, a no ser que sea
el
mayor de los criminales"; Juan y las santas mujeres tuvieron que
llevarla
más muerta que viva. La gente no dijo nada, y guardó un
extraño
silencio: parecía que un espíritu celestial había
atravesado
aquel infierno.
VII
Jesús en la
cárcel
Jesús estaba
encerrado
en un pequeño calabozo abovedado, del cual se conserva
todavía
una parte. Dos de los cuatro alguaciles se quedaron con Él, pero
pronto
los relevaron otros. Cuando el Salvador entró en la
cárcel,
pidió a su Padre celestial que aceptara todos los malos
tratamientos
que había sufrido y que tenía aún que sufrir, como
un
sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que,
sufriendo
iguales padecimientos, se dejaran llevar de la impaciencia o de la
cólera.
Los verdugos no le dieron un solo instante de reposo. Lo ataron en
medio
del calabozo a un pilar, y no le permitieron que se apoyara; de modo
que
apenas podía tenerse sobre sus pies cansados, heridos e
hinchados.
No cesaron de insultarle y de atormentarle, y cuando los dos de guardia
estaban
cansados, los relevaban otros, que inventaban nuevas crueldades. Puedo
contar
lo que esos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos;
estoy
muy mala, y estaba casi muerta a esta vista. ¡Ah!
¡qué
vergonzoso es para nosotros que nuestra flaqueza no pueda decir u
oír
sin repugnancia la historia de los innumerables ultrajes que el
Redentor
ha padecido por nuestra salvación! Nos sentimos penetrados de un
horror
igual al de un asesino obligado a poner la mano sobre las heridas de su
víctima.
Jesús lo sufrió todo sin abrir la boca; y eran los
hombres,
los pecadores, los que derramaban su rabia sobre su Hermano, su
Redentor
y su Dios. Yo también soy una pobre pecadora; yo también
soy
causa de su dolorosa pasión. El día del juicio, cuando
todo
se manifieste, veremos todos la parte que hemos tomado en el suplicio
del
Hijo de Dios por los pecados que no cesamos de cometer, y que son una
participación
en los malos tratamientos que esos miserables hicieron sufrir a
Jesús.
En su prisión el Divino Salvador pedía sin cesar por sus
verdugos;
y como al fin le dejaron un instante de reposo, lo vi recostado sobre
el
pilar, y completamente rodeado de luz. El día comenzaba a
alborear:
era el día de su Pasión, el día de nuestra
redención;
un tenue rayo de luz caía por el respiradero del calabozo sobre
nuestro
Cordero pascual. Jesús elevó sus manos atadas hacia la
luz
que venía, y dio gracias a su Padre, en alta voz y de la manera
más
tierna, por el don de este día tan deseado por los Patriarcas,
por
el cual Él mismo había suspirado con tanto ardor desde la
llegada
a la tierra. Antes ya había dicho a sus discípulos: "Debo
ser
bautizado con otro bautismo, y estoy en la impaciencia hasta que se
cumpla".
He orado con Él, pero no puedo referir su oración; tan
abatida
estaba. Cuando daba gracias por aquel terrible dolor que sufría
también
por mí, yo no podía sino decir sin cesar: "¡Ah!
Dadme,
dadme vuestros dolores: ellos me pertenecen, son el precio de mis
pecados".
Era un espectáculo que partía el corazón verlo
recibir
así el primer rayo de luz del grande día de su
sacrificio.
Parecía que ese rayo llegaba hasta Él como el verdugo que
visita
al reo en la cárcel, para reconciliarse con él antes de
la
ejecución.
Los alguaciles, que se habían dormido un instante, despertaron y
le miraron con sorpresa, pero no le interrumpieron. Jesús estuvo
poco
más de una hora en esta prisión. Entre tanto Judas, que
había
andado errante como un desesperado en el valle de Hinnón, se
acercó
al tribunal de Caifás. Tenía todavía colgadas de
su
cintura las treinta monedas, precio de su traición.
Preguntó
a los guardias de la casa, sin darse a conocer, qué
harían
con el Galileo. Ellos le dijeron: "Ha sido condenado a muerte y
será
crucificado". Judas se retiró detrás del edificio para no
ser
visto, pues huía de los hombres como Caín, y la
desesperación
dominaba cada vez más a su alma. Permaneció oculto en los
alrededores, esperando la conclusión del juicio de la
mañana.
VIII
Juicio de la mañana
Al amanecer, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se
juntaron de nuevo en la gran sala del tribunal, para pronunciar un
juicio en forma, pues no era legal el juzgar en la noche: podía
haber sólo una instrucción preparatoria, a causa de la
urgencia. La mayor parte de los miembros había pasado el resto
de la noche en casa de Caifás. La asamblea era numerosa, y
había en todos sus movimientos mucha agitación. Como
querían condenar a Jesús a muerte, Nicodemus, José
y algunos otros se opusieron a sus enemigos, y pidieron que se
difiriese el
juicio hasta después de la fiesta: hicieron presente que no se
podía
fundar un juicio sobre las acusaciones presentadas ante el tribunal,
porque
todos los testigos se contradecían. Los príncipes de los
sacerdotes
y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que
contradecían,
que siendo ellos mismos sospechosos de ser favorables a las doctrinas
del
Galileo, les disgustaba ese juicio, porque los comprendía
también.
Hasta quisieron excluir del Consejo a todos los que eran favorables a
Jesús;
estos últimos, declarando que no tomarían ninguna parte
en
todo lo que pudieran decidir, salieron de la sala y se retiraron al
templo.
Desde aquel día no volvieron a entrar en el Consejo.
Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de los
jueces,
y que se preparasen para conducirlo a Pilatos inmediatamente
después
del juicio. Los alguaciles se precipitaron en tumulto a la
cárcel,
desataron las manos de Jesús, le ataron cordeles al medio del
cuerpo,
y le condujeron a los jueces. Todo esto se hizo precipitadamente y con
una
horrible brutalidad. Caifás, lleno de rabia contra Jesús,
le
dijo: "Si tú eres el ungido por Dios, si eres el Mesías,
dínoslo".
Jesús levantó la cabeza, y dijo con una santa paciencia y
grave
solemnidad: "Si os lo digo, no me creeréis; y si os interrogo,
no
me responderéis, ni me dejaréis marchar; pero desde ahora
el
Hijo del hombre está sentado a la derecha del poder de Dios". Se
miraron
entre ellos, y dijeron a Jesús: "¿Tú eres, pues,
el
Hijo de Dios?". Jesús, con la voz de la verdad eterna,
respondió:
"Vos lo decís: yo lo soy". Al oír esto, gritaron todos:
"¿Para
qué queremos más pruebas? Hemos oído la blasfemia
de
su propia boca". Al mismo tiempo prodigaban a Jesús palabras de
desprecio:
"¡Ese miserable, decían, ese vagabundo, que quiere ser el
Mesías
y sentarse a la derecha de Dios!".
Le mandaron atar de nuevo y poner una cadena al cuello, como
hacían
con los condenados a muerte, para conducirlo a Pilatos. Habían
enviado
ya un mensajero a éste para avisarle que estuviera pronto a
juzgar
a un criminal, porque debían darse prisa a causa de la fiesta.
Hablaban
entre sí con indignación de la necesidad que
tenían
de ir al gobernador romano para que ratificase la condena; porque en
las
materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del
templo,
no podían ejecutar la sentencia de muerte sin su
aprobación.
Lo querían hacer pasar por un enemigo del Emperador, y bajo este
aspecto
principalmente la condenación pertenecería a la
jurisdicción
de Pilatos. Los príncipes de los sacerdotes y una parte del
Consejo
iban delante; detrás, el Salvador rodeado de soldados; el pueblo
cerraba
la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de
la
ciudad, y se dirigieron al palacio de Pilatos.
IX
Desesperación de
Judas
Mientras conducían a Jesús a casa de Pilatos, el traidor
Judas
oyó lo que se decía en el pueblo, y entendió
palabras semejantes a éstas: "Lo conducen ante Pilatos; el gran
Consejo ha condenado
al Galileo a muerte; tiene una paciencia excesiva, no responde nada, ha
dicho
sólo que era el Mesías, y que estaría sentado a la
derecha
de Dios; por eso le crucificarán; el malvado que le ha vendido
era
su discípulo, y poco antes aún había comido con
Él
el cordero pascual; yo no quisiera haber tomado parte en esa
acción;
que el Galileo, sea lo que sea, al menos no ha conducido a la muerte a
un
amigo suyo por el dinero: "¡verdaderamente ese miserable
merecería
ser crucificado!".
Entonces la angustia, el remordimiento y la desesperación
luchaban
en el alma de Judas. Huyó, corrió como un insensato hasta
el
templo, donde muchos miembros del Consejo se habían reunido
después
del juicio de Jesús. Se miraron atónitos, y con una risa
de
desprecio lanzaron una mirada altanera sobre Judas, que, fuera de
sí,
arrancó de su cintura las treinta piezas, y
presentándoselas con la mano derecha, dijo con voz desesperada:
"Tomad vuestro dinero, con el cual me habéis hecho vender al
Justo; tomad vuestro dinero, y dejad a Jesús. Rompo nuestro
pacto; he pecado vendiendo la sangre del inocente". Los sacerdotes le
despreciaron; retiraron sus manos del dinero que les presentaba, para
no manchársela tocando la recompensa del traidor, y le dijeron:
"¡Qué nos importa que hayas pecado! Si crees haber vendido
la sangre inocente, es negocio tuyo; nosotros sabemos lo que hemos
comprado, y lo hallamos digno de muerte!". Estas palabras dieron a
Judas tal rabia y
tal desesperación, que estaba como fuera de sí; los
cabellos se le erizaron; rasgó el cinturón donde estaban
las monedas, las tiró en el templo, y huyó fuera del
pueblo.
Lo vi correr como un insensato en el vale de Hinnón.
Satanás,
bajo una forma horrible, estaba a su lado, y le decía al
oído,
para llevarle a la desesperación, ciertas maldiciones de los
Profetas
sobre este valle, donde los judíos habían sacrificado sus
hijos
a los ídolos. Parecía que todas sus palabras lo
designaban,
como por ejemplo: "Saldrán y verán los cadáveres
de
los que han pecado contra mí, cuyos gusanos no morirán,
cuyo
fuego no se apagará". Después repetía a sus
oídos: "Caín ¿dónde está tu hermano
Abel? ¿qué has hecho? Su sangre me grita: eres maldito
sobre la tierra, estás errante y fugitivo". Cuando llegó
al torrente de Cedrón, y vio
el monte de los Olivos, empezó a temblar, volvió los ojos
y
oyó de nuevo estas palabras: "Amigo mío,
¿qué vienes a hacer? ¡Judas, tú vendes al
Hijo del hombre con un beso!".
Penetrado de horror hasta el fondo de su alma, llegó al pie de
la
montaña de los Escándalos, a un lugar pantanoso, lleno de
escombros
y de inmundicias.
El ruido de la ciudad llegaba de cuando en cuando a sus oídos
con
más fuerza, y Satanás le decía: "Ahora le llevan a
la
muerte; tú le has vendido; ¿sabes tú lo que hay en
la
ley? El que vendiere un alma entre sus hermanos los hijos de Israel, y
recibiere
el precio, debe ser castigado con la muerte. ¡Acaba contigo,
miserable,
acaba!". Entonces Judas, desesperado, tomó su cinturón y
se
colgó de un árbol que crecía en un bajo y que
tenía
muchas ramas. Cuando se hubo ahorcado, su cuerpo reventó, y sus
entrañas
se esparcieron por el suelo.
X
Jesús conducido a
presencia de Pilatos
Condujeron al
Salvador a Pilatos por en medio
de la parte más
frecuentada
de la ciudad. Caifás, Anás y muchos miembros del gran
Consejo
marchaban delante con sus vestidos de fiesta; los seguían un
gran
número de escribas y de judíos, entre los cuales estaban
todos
los falsos testigos y los perversos fariseos que habían tomado
la
mayor parte de la acusación de Jesús. A poca distancia
seguía el Salvador, rodeado de soldados. Iba desfigurado por los
ultrajes de la noche,
pálido, la cara ensangrentada; y las injurias y los malos
tratamientos continuaban sin cesar.
Habían reunido mucha gente, para aparentar su entrada del
Domingo
de Ramos. Lo llamaban Rey, por burla; echaban delante de sus pies
piedras,
palos y pedazos de trapos; se burlaban de mil maneras de su entrada
triunfal.
Jesús debía probar en el camino cómo los amigos
nos
abandonan en la desgracia; pues los habitantes de Ofel estaban juntos a
la
orilla del camino, y cuando lo vieron en un estado de abatimiento, su
fe
se alteró, no pudiendo representarse así al Rey, al
Profeta, al Mesías, al Hijo de Dios. Los fariseos se burlaban de
ellos a causa de su amor a Jesús, y les decían: "Ved a
vuestro Rey, saludadlo. ¿No le decís nada ahora que va a
su coronación, antes de subir al trono? Sus milagros se han
acabado; el Sumo Sacerdote ha dado fin a sus sortilegios"; y otros
discursos de esta suerte. Estas pobres gentes, que habían
recibido tantas gracias y tantos beneficios de Jesús, se
resfriaron con el terrible espectáculo que daban las personas
más reverenciadas del país, los príncipes, los
sacerdotes y el Sanhedrín.
Los mejores se retiraron, dudando; los peores se juntaron al pueblo en
cuanto
les fue posible; pues los fariseos habían puesto guardias para
mantener
algún orden.
Eran poco más o menos las seis de la mañana, según
nuestro
modo de contar, cuando la tropa que conducía a Jesús
llegó
delante del palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los
miembros
del Consejo se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la
entrada
del tribunal. Jesús fue arrastrado hasta la escalera de Pilatos,
quien
estaba sobre una especie de azotea avanzada. Cuando vio llegar a
Jesús
en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a
los
judíos con aire de desprecio. "¿Qué venís a
hacer
tan temprano? ¿Cómo habéis puesto a ese hombre en
tal
estado? ¿Comenzáis tan temprano a desollar vuestras
víctimas?".
Ellos gritaron a los verdugos: "¡Adelante, conducidlo al
tribunal!";
y después respondieron a Pilatos: "Escuchad nuestras acusaciones
contra
ese criminal. Nosotros no podemos entrar en el tribunal para no
volvernos
impuros".
Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de
mármol,
y lo condujeron así detrás de la azotea desde donde
Pilatos
hablaba a los sacerdotes judíos. Pilatos había
oído
hablar mucho de Jesús. Al verle tan horriblemente desfigurado
por
los malos tratamientos y conservando siempre una admirable
expresión
de dignidad, su desprecio hacia los príncipes de los sacerdotes
se
redobló; les dio a entender que no estaba dispuesto a condenar a
Jesús
sin pruebas, y les dijo con tono imperioso: "¿De qué
acusáis
a este hombre?". Ellos le respondieron: "Si no fuera un malhechor, no
os
lo hubiéramos presentado". - "Tomadle, replicó Pilatos, y
juzgadle
según vuestra ley".
Los judíos dijeron: "Vos sabéis que nuestros derechos son
muy limitados en materia de pena capital". Los enemigos de Jesús
estaban
llenos de violencia y de precipitación; querían acabar
con
Jesús antes del tiempo legal de la fiesta, para poder sacrificar
el
Cordero pascual. No sabían que el verdadero Cordero pascual era
el
que habían conducido al tribunal del juez idólatra, en el
cual
temían contaminarse. Cuando el gobernador les mandó que
presentasen
sus acusaciones, lo hicieron de tres principales, apoyada cada una por
diez
testigos, y se esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que
Jesús
había violado los derechos del Emperador.
Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo, que perturbaba la
paz
pública y excitaba a la sedición, y presentaron algunos
testimonios.
Añadieron que seducía al pueblo con horribles doctrinas,
que
decía que debían comer su carne y beber su sangre para
alcanzar
la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose,
y
dirigió a los judíos estas palabras picantes: "Parece que
vosotros
queréis seguir también su doctrina y alcanzar la vida
eterna,
pues queréis comer su carne y beber su sangre". La segunda
acusación
era que Jesús excitaba al pueblo, a no pagar el tributo al
Emperador.
Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con
el
tono de un hombre encargado especialmente de esto, y les dijo: "Es un
grandísimo
embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros".
Entonces los judíos pasaron a la tercera acusación. "Este
hombre oscuro, de baja extracción, se ha hecho un gran partido,
se
ha hecho dar los honores reales; pues ha enseñado que era el
Cristo,
el ungido del Señor, el Mesías, el Rey prometido a los
judíos,
y se hace llamar así". Esto fue también apoyado por diez
testigos.
Cuando dijeron que Jesús se hacía llamar el Cristo, el
Rey
de los judíos, Pilato pareció pensativo. Fue desde la
azotea
a la sala del tribunal que estaba al lado, echó al pasar una
mirada
atenta sobre Jesús, y mandó a los guardas que se lo
condujeran
a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de un espíritu
ligero
y fácil de perturbar. No ignoraba que los Profetas de los
judíos
les habían anunciado, desde mucho tiempo, un ungido del
Señor,
un Rey libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban.
Pero
no creía tales tradiciones sobre un Mesías, y si hubiese
querido
formarse una idea de ellas, se hubiera figurado un Rey victorioso y
poderoso,
como lo hacían los judíos instruidos de su tiempo y los
herodianos.
Por eso le pareció tan ridículo que acusaran a aquel
hombre,
que se le presentaba en tal estado de abatimiento, y de haberse tenido
por
ese Mesías y por ese Rey. Pero como los enemigos de Jesús
habían
presentado esto como un ataque a los derechos del Emperador,
mandó
traer al Salvador a su presencia para interrogarle.
Pilatos miró a Jesús con admiración, y le dijo:
"¿Tú eres, pues, el Rey de los judíos?". Y
Jesús respondió: "¿Lo dices tú por ti
mismo, o porque otros te lo han dicho de
mí?". Pilatos, picado de que Jesús pudiera creerle
bastante extravagante para hacer por sí mismo una pregunta tan
rara, le dijo: "¿Soy yo acaso judío para ocuparme de
semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis
manos, porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho".
Jesús le dijo con majestad: "Mi reino no es de este mundo. Si mi
reino fuese de este mundo, yo tendría servidores que
combatirían por mí, para no dejarme caer en las
manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo". Pilatos
se
sintió perturbado con estas graves palabras y le dijo con tono
más
serio: "¿Tú eres Rey?". Jesús respondió:
"Como
tú lo dices, yo soy Rey. He nacido y he venido a este mundo para
dar
testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilatos
le miró, y dijo, levantándose: "¡La verdad!
¿Qué es la verdad?". Hubo otras palabras, de que no me
acuerdo bien.
Pilatos volvió a la azotea: no podía comprender a
Jesús;
pero veía bien que no era un rey que pudiera dañar al
Emperador,
pues no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador
se
inquietaba poco por los reinos del otro mundo. Y así
gritó
a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea:
"No
hallo ningún crimen en este hombre". Los enemigos de
Jesús
se irritaron, y por todas partes salió un torrente de
acusaciones
contra Él. Pero el Salvador estaba silencioso, y oraba por los
pobres
hombres; y cuando Pilatos se volvió hacia Él,
diciéndole:
"¿No respondes nada a esas acusaciones?", Jesús no dijo
una
palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir:
"Yo
veo bien que no dicen más que mentiras contra ti". Pero los
acusadores
continuaron hablando con furor, y dijeron: "¡Cómo!,
¿no
halláis crimen contra Él? ¿Acaso no es un crimen
el
sublevar al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde
la
Galilea hasta aquí?". Al oír la palabra Galilea, Pilatos
reflexionó
un instante, y dijo: "¿Este hombre es Galileo súbdito de
Herodes?".
"Sí - respondieron ellos -: sus padres han vivido en Nazareth, y
su
habitación actual es Cafarnaum". "Si es súbdito de
Herodes
-replicó Pilatos - conducidlo delante de él: ha venido
aquí
para la fiesta, y puede juzgarle".
Entonces mandó conducir a Jesús fuera del tribunal, y
envió
un oficial a Herodes para avisarle que le iban a presentar a
Jesús
de Nazareth, súbdito suyo. Pilatos, muy satisfecho con evitar
así
la obligación de juzgar a Jesús, deseaba por otra parte
hacer
una fineza a Herodes, quien estaba reñido con él, y
quería
ver a Jesús. Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que
Pilatos
los echaba así en presencia de todo el pueblo, hicieron recaer
su
rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y lo arrastraron,
llenándolo
de insultos y de golpes en medio de la multitud que cubría la
plaza
hasta el palacio de Herodes. Algunos soldados romanos se habían
juntado
a la escolta. Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a decir
que
deseaba muchísimo hablarle; y mientras conducían a
Jesús
a casa de Herodes, subió secretamente a una galería
elevada,
y miraba la escolta con mucha agitación y angustia.
XI
Origen del Via Crucis
Durante esta discusión, la Madre de Jesús, Magdalena y
Juan
estuvieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando con un
profundo dolor. Cuando Jesús fue conducido a Herodes, Juan
acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino que
había seguido Jesús. Así volvieron a casa de
Caifás, a casa de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al
jardín de los Olivos, y en todos los sitios, donde el
Señor se había caído o había sufrido, se
paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él. La Virgen
se prosternó más de una vez, y besó la tierra en
los sitios en donde Jesús se había caído.
Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la
Pasión
de Jesús, aun antes de que se cumpliera. La meditación de
la
Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor
más
santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. La
Virgen
pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis,
para
recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables
méritos
de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos
a
su Padre celestial por todos los que tienen fe.
El dolor había puesto a Magdalena como fuera de sí. Su
arrepentimiento
y su gratitud no tenían límites, y cuando quería
elevar
hacia Él su amor, como el humo del incienso, veía a
Jesús
maltratado, conducido a la muerte, a causa de sus culpas, que
había
tomado sobre sí. Entonces sus pecados la penetraban de horror,
su
alma se le partía, y todos esos sentimientos se expresaban en su
conducta,
en sus palabras y en sus movimientos. Juan amaba y sufría.
Conducía
por primera vez a la Madre de Dios por el camino de la cruz, donde la
Iglesia
debía seguirla, y el porvenir se le aparecía.
XII
Pilatos y su mujer
Mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, vi a
Pilatos con su mujer Claudia Procla. Habló mucho tiempo con
Pilatos, le rogó por todo lo que le era más sagrado, que
no hiciese mal ninguno a Jesús, el Profeta, el Santo de los
Santos, y le contó algo de las visiones maravillosas que
había tenido acerca de Jesús la noche precedente.
Mientras hablaba, yo vi la mayor parte de esas visiones, pero no me
acuerdo bien de qué modo se seguían. Ella vio las
principales circunstancias de la vida de Jesús: la
Anunciación de María, la Natividad, la Adoración
de los Pastores y de los Reyes, la profecía de Simeón y
de Ana, la huida a Egipto, la tentación en el desierto. Se le
apareció siempre rodeado de luz, y vio la malicia y la crueldad
de sus enemigos bajo las formas más horribles, vio sus
padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, la
santidad y los dolores de
su Madre. Estas visiones le causaron mucha inquietud y mucha tristeza;
que
todos esos objetos eran nuevos para ella, estaba suspensa y pasmada, y
veía
muchas de esas cosas, como, por ejemplo, la degollación de los
inocentes
y la profecía de Simeón, que sucedían cerca de su
casa.
Yo sé bien hasta qué punto un corazón compasivo
puede
estar atormentado por esas visiones; pues el que ha sentido una cosa,
debe
comprender lo que sienten los demás. Había sufrido toda
la
noche, y visto más o menos claramente muchas verdades
maravillosas, cuando la despertó el ruido de la tropa que
conducía a Jesús. Al mirar hacia aquel lado, vio al
Señor, el objeto de todos esos milagros que le habían
sido revelados, desfigurado, herido, maltratado por sus
enemigos. Su corazón se trastornó a esta vista, y
mandó en seguida llamar a Pilatos, y le contó, en medio
de su agitación, lo que le acababa de suceder.
Ella no lo comprendía todo, y no podía expresarlo bien;
pero
rogaba, suplicaba, instaba a su marido del modo más tierno.
Pilatos,
atónito y perturbado, unía lo que le decía su
mujer
con lo que había recogido de un lado y de otro acerca de
Jesús,
se acordaba del furor de los judíos, del silencio de
Jesús
y de las maravillosas respuestas a sus preguntas. Agitado e inquieto,
cedió
a los ruegos de su mujer, y le dijo: "He declarado que no hallaba
ningún
crimen en ese hombre. No lo condenaré: he reconocido toda la
malicia
de los judíos".
Le habló también de lo que le había dicho
Jesús;
prometió a su mujer no condenar a Jesús, y le dio una
prenda
como garantía de su promesa. No sé si era una joya, un
anillo
o un sello. Así se separaron.
Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, lleno de orgullo, y al
mismo
tiempo de bajeza: no retrocedía ante las acciones más
vergonzosas,
cuando encontraba en ellas su interés, y al mismo tiempo se
dejaba
llevar por las supersticiones más ridículas cuando estaba
en
una posición difícil. Así en la actual
circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales
ofrecía incienso en lugar secreto de su casa, pidiéndoles
señales. Una de sus prácticas supersticiosas era ver
comer a los pollos; pero todas estas cosas me parecían
horribles, tan tenebrosas y tan infernales, que yo volvía la
cara con
horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba
tan
pronto un proyecto como otro. La mayor confusión reinaba en sus
ideas,
y él mismo no sabía lo que quería.
XIII
Jesús ante Herodes
El Tetrarca Herodes tenía su palacio situado al norte de la
plaza, en la parte nueva de la ciudad, no lejos del de Pilatos. Una
escolta de soldados romanos se había juntado a la de los
judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos
que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de
maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba
esperando en una sala grande, sentado sobre almohadas que
formaban una especie de trono. Los príncipes de los sacerdotes
entraron
y se pusieron a los lados, Jesús se quedó en la puerta.
Herodes
estuvo muy satisfecho al ver que Pilatos le reconocía, en
presencia
de los sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un Galileo.
También
se alegraba viendo delante de su tribunal, en estado de abatimiento, a
ese
Jesús que nunca se había dignado presentársele.
Había
recibido tantas relaciones acerca de Él, de parte de los
herodianos
y de todos sus espías, que su curiosidad estaba excitada.
Cuando Herodes vio a Jesús tan desfigurado, cubierto de golpes,
la cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel príncipe
voluptuoso y sin energía sintió una compasión
mezclada de disgusto. Profirió el nombre de Dios, volvió
la cara con repugnancia, y dijo a los sacerdotes: "Llevadlo, limpiadlo;
¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan
lleno de heridas?". Los alguaciles llevaron a Jesús al
vestíbulo, trajeron agua y lo limpiaron, sin cesar de
maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad;
parecía que quería imitar la conducta de Pilatos, pues
también les dijo: "Ya se ve que ha caído entre las manos
de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo".
Los príncipes de
los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus
acusaciones.
Herodes, con énfasis y largamente, repitió a Jesús
todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le
pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía
una palabra, y estaba
delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a
Herodes. Me
fue explicado que Jesús no habló, por estar Herodes
excomulgado, a causa de su casamiento adúltero con
Herodías y de la muerte de Juan Bautista.
Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba
el
silencio de Jesús, y comenzaron otra vez sus acusaciones:
añadieron
que había llamado a Herodes una zorra, y que pretendía
establecer
una nueva religión. Herodes, aunque irritado contra
Jesús, era
siempre fiel a sus proyectos políticos. No quería
condenar al
que Pilatos había declarado inocente, y creía conveniente
mostrarse
obsequioso hacia el gobernador en presencia de los príncipes de
los
sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus
criados
y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su
palacio:
"Tomad a ese insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que
merece.
Es más bien un loco que un criminal".
Condujeron al Salvador a un gran patio, donde lo llenaron de malos
tratamientos
y de escarnio. Uno de ellos trajo un gran saco blanco y con grandes
risotadas
se lo echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo otro
pedazo
de tela colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban
delante
de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le
pegaban
en la cara, porque no había querido responder a su Rey. Le
hacían
mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como
para
hacerle danzar; habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron hasta
un
arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba
contra
las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo
levantaron,
para renovar los insultos. Su cabeza estaba ensangrentada y lo vi caer
tres
veces bajo los golpes; pero vi también ángeles que le
ungían
la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo, los golpes
que le daban hubieran sido mortales.
El tiempo urgía, los príncipes de los sacerdotes
tenían
que ir al templo, y cuando supieron que todo estaba dispuesto como lo
habían
mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero
éste,
para conformarse con las ideas de Pilatos, le mandó a
Jesús
cubierto con el vestido de escarnio.
XIV
De Herodes a Pilatos
Los enemigos de Jesús le condujeron de Herodes a Pilatos.
Estaban avergonzados de tener que volver al sitio donde había
sido ya declarado inocente. Por eso tomaron otro camino mucho
más largo, para presentarle en medio de su humillación a
otra parte de la ciudad, y también con el fin de dar tiempo a
sus agentes para que agitaran los grupos conforme a sus proyectos.
Ese camino era más duro y más desigual, y todo el tiempo
que
duró no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le
habían
puesto le impedía andar, se cayó muchas veces en el lodo,
lo
levantaron a patadas, y dándole palos en la cabeza;
recibió
ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como
del
pueblo que se juntaba en el camino. Jesús pedía a Dios no
morir,
para poder cumplir su pasión y nuestra redención. Eran
las
ocho y cuarto cuando llegaron al palacio de Pilatos. La Virgen
Santísima,
Magdalena, y otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un
sitio,
donde lo podían oír todo.
Un criado de Herodes había venido ya a decir a Pilatos que su
amo
estaba lleno de gratitud por su fineza, y que no habiendo hallado en el
célebre Galileo más que un loco estúpido, le
había tratado como tal, y se lo volvía. Los alguaciles
hicieron subir a Jesús la
escalera con la brutalidad ordinaria; pero se enredó en su
vestido, y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que
se tiñeron con la sangre de su cabeza sagrada; el pueblo
reía de su caída y los soldados le pegaban para
levantarlo.
Pilatos avanzó sobre la azotea, y dijo a los acusadores de
Jesús:
"Me habéis traído a este hombre, como a un agitador del
pueblo,
le he interrogado delante de vosotros y no le he hallado culpable del
crimen
que le imputáis. Herodes tampoco le encuentra criminal. Por
consiguiente,
le mandaré azotar y dejarle". Violentos murmullos se elevaron
entre
los fariseos. Era el tiempo en que el pueblo venía delante del
gobernador
romano para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de
un
preso. Los fariseos habían enviado sus agentes con el fin de
excitar
a la multitud, a no pedir la libertad de Jesús, sino su
suplicio.
Pilatos esperaba que pedirían la libertad de Jesús, y
tuvo
la idea de dar a escoger entre Él y un insigne criminal, llamado
Barrabás,
que horrorizaba a todo el mundo.
Hubo un movimiento en el pueblo sobre la plaza: un grupo se
adelantó,
encabezado por sus oradores, que gritaron a Pilatos: "Haced lo que
habéis
hecho siempre por la fiesta". Pilatos les dijo: "Es costumbre que
liberte
un criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que
liberte:
a Barrabás o al Rey de los Judíos, Jesús, que
dicen
el ungido del Señor?". A esta pregunta de Pilatos hubo alguna
duda
en la multitud, y sólo algunas voces gritaron:
"¡Barrabás!".
Pilatos, habiendo sido llamado por un criado de su mujer, salió
de
la azotea un instante, y el criado le presentó la prenda que
él
le había dado, diciéndole: "Claudia Procla os recuerda la
promesa
de esta mañana".
Mientras tanto los fariseos y los príncipes de los sacerdotes
estaban
en una grande agitación, amenazaban y ordenaban. Pilatos
había
devuelto su prenda a su mujer, para decirle que quería cumplir
su
promesa, y volvió a preguntar con voz alta: "¿Cuál
de
los dos queréis que liberte?". Entonces se elevó un grito
general
en la plaza: "No queremos a este, sino a Barrabás". Pilatos dijo
entonces:
"¿Qué queréis que haga con Jesús, que se
llama
Cristo?". Todos gritaron tumultuosamente: "¡Que sea crucificado!
¡que
sea crucificado!". Pilatos preguntó por tercera vez: "Pero,
¿qué
mal ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la
muerte.
Voy a mandarlo azotar y dejarlo". Pero el grito "¡crucificadlo!
¡crucificadlo!"
se elevó por todas partes como una tempestad infernal; los
príncipes
de los sacerdotes y los fariseos se agitaban y gritaban como furiosos.
Entonces el débil Pilatos dio libertad al malhechor
Barrabás, y condenó a Jesús a la
flagelación."
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