Pasión,
Muerte y Resurrección de Jesús
Oración de Jesús en el Huerto del Monte de los Olivos Visiones de la
recientemente declarada
Beata
Ana
Catalina Emmerick
En proceso de canonización
I
"Cuando Jesús, después de instituido el
Santísimo Sacramento
del altar, salió del Cenáculo con los once
Apóstoles,
su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los
once
por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor,
andando
con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo;
que
entonces los hombres temblarían y gritarían:
"¡Montes,
cubridnos!". Les dijo también: "Esta noche seréis
escandalizados
por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al
Pastor,
y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os
precederé
en Galilea". Los Apóstoles conservaban aún algo del
entusiasmo
y del recogimiento que les había comunicado la santa
comunión
y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban,
pues,
y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás
lo
abandonarían; pero Jesús continuó
hablándoles
en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: "Aunque todos se
escandalizaren
por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré". El
Señor
le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces,
y
Pedro insistió de nuevo, y le dijo: "Aunque tenga que morir con
Vos,
nunca os negaré". Así hablaron también los
demás.
Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús
se aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un
modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no
sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a
sudar, y vino sobre ellos la tentación. Atravesaron el torrente
de Cedrón, no por el puente
donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro,
pues
habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se
dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde
el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto
de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este
sitio, donde Jesús en los últimos días
había pasado algunas noches con sus discípulos, se
componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran
jardín rodeado de un seto, adonde no había más que
plantas de adorno y árboles frutales. Los Apóstoles y
algunas otras personas tenían una llave de este jardín,
que era un lugar de
recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba
separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado
sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el
jardín de
Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y
muchos olivos,
y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la
oración
y para la meditación. Jesús fue a orar al más
retirado
de todos.
II
Eran cerca de las nueve
cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus
discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna
esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y
anunciaba la proximidad del peligro.
Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho
de
los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de
Getsemaní,
mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y
Santiago,
y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente
triste,
pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó
cómo
Él, que siempre los había consolado, podía estar
tan
abatido. "Mi alma está triste hasta la muerte", respondió
Jesús;
y veía por todos lados la angustia y la tentación
acercarse
como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres
Apóstoles:
"Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en
tentación".
Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó
debajo
de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima
de
la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno
se
inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al
peñasco
formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no
podía
ser visto.
Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a
su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban
cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban;
penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que
busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le
seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha
caverna parecía presentar el horrible espectáculo de
todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre
hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de
los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del
Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta
habían gemido y llorado.
Parecióme que Jesús, al entregarse a la divina justicia
en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su
Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así,
concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado
sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los
padecimientos.
Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de
tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas
formas en toda su fealdad interior; tomolos todos sobre sí, y
ofrecióse en la oración, a la justicia de su Padre
celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se
agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se
enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos
pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa
humanidad: "¡Como!, ¿tomarás tú éste
también
sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres
satisfacer
por todo esto?". Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el
Salvador,
yo vi también los míos; y del círculo de
tentaciones
que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde
todas
mis culpas me fueron presentadas.
Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad;
pero después su alma se horrorizó al aspecto de los
crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con
Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó
diciendo: "¡Padre mío, todo os es posible: alejad este
cáliz!". Después se recogió y dijo: "Que vuestra
voluntad se haga y no la mía". Su voluntad era la de su Padre;
pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba
al aspecto de la muerte. Yo vi la caverna llena de formas espantosas;
vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los
tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de
la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los
padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros
horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo
el sudor, y se estremecía de horror.
Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían
sostenerlo;
tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido,
pálido
y erizados los cabellos sobre la cabeza.
Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso,
bañado de sudor frío, fue a donde estaban los tres
Apóstoles,
subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde estos se
habían
dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús
vino
a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace
recurrir
a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro
próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no
ignoraba que ellos también
estaban en la angustia y en la tentación.
Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino.
Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto
a
ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: "Simón,
¿duermes?".
Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su
abandono:
"¿No podíais velar una hora conmigo?". Cuando le vieron
descompuesto,
pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz
alterada
y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les
hubiera
aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le
dijo:
"Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los
otros
discípulos? ¿Debemos huir?". Jesús
respondió:
"Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres
años,
no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a
mañana.
No llames a los otros ocho; helos dejado allí, porque no
podrían
verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en
tentación,
olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque
verían
al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y
abandono;
pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el
espíritu
es pronto, pero la carne es débil".
Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles
la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su
debilidad. Les habló todavía de su tristeza, y estuvo
cerca de un cuarto de hora con ellos. Volviose a la gruta, creciendo
siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él,
lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se
preguntaban: "¿Qué tiene?, ¿qué le ha
sucedido?, ¿está en un abandono completo?". Comenzaron a
orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza.
Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media,
desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos.
En efecto, dice en la Escritura: "¿No habéis podido velar
una hora conmigo?". Pero esto no debe entenderse a la letra y
según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que
estaban con Jesús habían orado primero, después se
habían dormido, porque habían caído en
tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se
habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que
encerraban los últimos discursos de Jesús los
había dejado muy inquietos; erraban por
el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de
peligro.
III
Había poco ruido en
Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en
los
preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y
discípulos
de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían
inquietos
y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del
Señor,
Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María
Salomé,
y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa
de
María, madre de Marcos. María asustada de lo que
decían
sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas.
Lázaro,
Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de
Hebrón,
vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento
de
las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo,
habían
ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no
habían
oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús:
decían
que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían
al
Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la
traición de Judas. María les habló de la
agitación de éste en los últimos días; de
qué manera había salido del Cenáculo; seguramente
había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho
con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres
se volvieron a casa de María, madre de Marcos.
IV
Cuando Jesús
volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se
prosternó con el rostro
contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó
a
su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que
duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle
en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer
para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza
del hombre antes de su caída, y cuánto lo había
desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados
en el primer pecado; la significación y
la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las
fuerzas del
alma humana, y también la esencia y la significación de
todas
las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la
satisfacción
que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo
y
alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia
de
toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser
satisfecha
por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los
ángeles
le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo
que
decían, a pesar de que no oía su voz.
Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que
sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles
expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de
sangre salió de todo su cuerpo. Mientras la humanidad de
Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo
noté en los ángeles un movimiento de compasión;
hubo un momento de silencio; parecióme que deseaban
ardientemente consolarle,
y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un
instante
entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se
sacrificaba.
Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre,
para
dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad
humana
de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi
esto
en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió
en
ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y
los
ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir
nuevos ataques.
V
Habiendo resistido
victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono
completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un
nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que
preceden al sacrificio, en el hombre que se sacrifica, asaltaron el
alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta:
"¿Cuál será el fruto de este sacrificio?". Y el
cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón.
Apareciéronse
a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus
Apóstoles,
de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva
tan
pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y
los
cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del
hombre
por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la
corrupción
y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y
la
malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los
sacerdotes
viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la
abominación
y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta
ingrata
humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio
de
padecimientos indecibles.
Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y
hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo
furioso y de la
malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con
la
apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y
lo
atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no
habiendo
sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos
rasgaban
el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo
insultaban,
lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y
meneaban
la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les
tendía,
y se volvían al abismo donde estaban sumergidos.
Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo
abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su
Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los
ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe
abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones,
a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El
Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la
corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las
manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad
humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir
tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de
su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba
alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la
tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos.
Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron,
escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los
otros dos, y dijo: "Estad quietos: yo voy a Él". Lo vi correr y
entrar en la gruta, exclamando: "Maestro, ¿qué
tenéis?" . Y se quedó temblando a la vista de
Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le
respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el
Señor
no le había respondido, y que no hacía más que
gemir
y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la
cabeza,
y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: "Padre mío,
¿es
posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío!
¡Si
este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad
se
haga y no la mía!".
VI
En medio de todas esas
apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas
formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados.
Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de
Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención
entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la
serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza:
su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y
llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos,
de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales
algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba
herido como si
realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto
se
levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud
que
gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y
allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba. Entonces
me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que
maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo
Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de
profanadores de la Sagrada Eucaristía.
Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la
negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el
sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a
las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el
fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos,
paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no
querían ver la verdad, paralíticos que no querían
andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y
amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada
de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros
mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos
de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con
espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de
piedad y de fe, maltratar también a
Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que
creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el
Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio,
el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la
custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la
decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía
en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a
lo
menos deshonrado en el exterior.
Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la
indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos
intereses terrestres, y algunas
veces del egoísmo y de la muerte interior. Aunque hablara un
año
entero, no podría contar todas las afrentas hechas a
Jesús
en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los
autores
de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas,
según
la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los
siglos,
sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones
tibias
o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo
veía
la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres
que
se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su
carne
viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos
perderse.
Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador.
Después de la visión que acabo de hablar, huyó
fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles,
tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las
rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese
país cuando está de luto o quiere orar. Jesús,
temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero
cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la
cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues
estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y
tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él
les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente,
que lo prenderían dentro
de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería
maltratado,
azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron,
pues
no sabían qué decir; tal sorpresa les había
causado su
presencia y sus palabras.
Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y
Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran
las once y cuarto, poco más o menos.
VII
Durante esta agonía
de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de
amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena
y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una
piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero
a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta
con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta
con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte
de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús
bañado de un sudor de sangre, y parecía que con
sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo. En aquel
momento
los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de
Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse.
Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la
tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde
poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: "¿Qué
haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por
seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos
abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido,
que no podemos hallar en Él ningún consuelo".
VIII
Vi a Jesús orando
todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su
naturaleza
humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí
el
abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del
limbo
se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los
Profetas,
los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su
llegada
al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista
fortificó
y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía
abrir
el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una
emoción
profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le
presentaron
todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus
combates
a los méritos de su Pasión, debían unirse por
medio
de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y
consoladora.
Vio la salvación y la santificación saliendo como un
río
inagotable del manantial de redención abierto después de
su
muerte.
Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las
mujeres, todos los mártires, los confesores y los
ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos,
en fin, todo el ejército de los bienaventurados se
presentó a su vista. Todos llevaban una corona
sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de
color,
de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos,
de
los combates, de las victorias con que habían adquirido la
gloria eterna.
Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su
fuerza,
como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de
su
unión con los méritos de Jesucristo.
Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles
le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas
presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las
últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo
en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas,
la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás
y de Caifás, la apostasía de Pedro, el
tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de
espinas,
la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la
Verónica,
la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de
María,
la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue
presentado
con las más pequeñas circunstancias. Aceptolo todo
voluntariamente,
y a todo se sometió por amor de los hombres.
IX
Al fin de las visiones
sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un
moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre
corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos.
La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un
ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y
traía delante de él, en sus manos, un pequeño
cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz
se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que
esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el
suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se
enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y
le dio de beber en el
pequeño cáliz luminoso. Después
desapareció.
Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus
padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía
algunos minutos en la gruta,
en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial.
Estaba
todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de
poder
ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin
sucumbir
bajo el peso de su dolor. Cuando Jesús llegó a sus
discípulos,
estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la
cabeza
cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo
de
dormir, que debían despertarse y orar. "Ved aquí a hora
en
que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores,
les
dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le
valdría
no haber nacido".
Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con
inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con
animación: "Maestro,
voy a llamar a los otros para que os defendamos". Pero Jesús le
mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del
torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se
acercaban con faroles, y le dijo que uno
de ellos le había denunciado. Les habló todavía
con
serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo:
"Vamos
a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de
mis
enemigos". Entonces salió del jardín de los Olivos con
sus
tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el
camino que
estaba entre el jardín y Getsemaní."
Los textos de estas
páginas del Dominio Web Capilla De Oración
Católica,
son exclusivos y originales, fruto de un extenso trabajo recopilatorio,
adaptado y traducido de muy diversas fuentes.
Para reproducirlos o utilizarlos debe ponerse en contacto por email.
Si
le ha parecido interesante este trabajo recopilatorio de los libros de
Ana Catalina Contribuya
aquí con su donativo
para la próxima
publicación en este Dominio Web de las Visiones del Antiguo Testamento dadas
a la Beata Ana Catalina Emerich
Esté
atento a las actualizaciones de estas páginas en los
próximos meses Iremos
introduciendo los textos a medida que vayamos
recopilándolos Gracias por su
generosidad. Dios le bendiga.