Pasión,
Muerte y Resurrección de Jesús
Crucifixión de Jesús
Visiones de la
recientemente declarada
Beata
Ana
Catalina Emmerick
En proceso de canonización
XXVII
Jesús
despojado de sus vestiduras y clavado en la Cruz
Cuatro
alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le
habían encerrado. Le dieron golpes llenándole de ultrajes
en estos últimos pasos que le quedaban por andar y
arrastráronle sobre la elevación. Cuando las santas
mujeres vieron al Salvador dieron dinero a un hombre para que le
procurase el permiso de dar a Jesús el vino aromatizado de
Verónica. Mas los alguaciles las engañaron y se quedaron
con el vino, ofreciendo al Señor una mezcla de vino y mirra.
Jesús mojó sus labios, pero no bebió. En seguida
los alguaciles quitaron a Nuestro Señor su capa y como no
podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le
había hecho, a causa de la corona de espinas,
arrancaron con violencia esta corona de la cabeza, abriendo todas sus
heridas.
No le quedaba más que un lienzo alrededor de los riñones.
El
Hijo del hombre estaba temblando, cubierto de llagas y despedazados sus
hombros
hasta los huesos. Habiéndole hecho sentar sobre una piedra le
pusieron
la corona sobre la cabeza y le presentaron un vaso con hiel y vinagre;
mas
Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.
Después
que los alguaciles extendieron al Divino Salvador sobre la Cruz y
habiendo estirado su brazo derecho sobre el brazo derecho de la Cruz,
lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho
sagrado, otro le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre
la carne un clavo grueso y largo, y lo clavó con un martillo de
hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús
y su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. Los clavos
era muy largos, la cabeza chata y del diámetro de una moneda
mediana, tenían tres esquinas y eran del grueso de un dedo
pulgar a la cabeza: la punta salía detrás de la Cruz.
Habiendo clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron que
la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto;
entonces ataron una cuerda a su brazo izquierdo y tiraron de él
con toda su fuerza, hasta que la mano llegó al agujero. Esta
dislocación violenta de sus brazos lo atormentó
horriblemente, su pecho se levantaba y sus rodillas se estiraban. Se
arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo para hundir
el segundo clavo en la mano izquierda; otra vez se oían los
quejidos del Señor en medio de los martillazos. Los brazos de
Jesús quedaban extendidos horizontalmente, de modo que no
cubrían los brazos de la Cruz.
La Virgen Santísima sentía todos los dolores de su Hijo:
Estaba cubierta de una palidez mortal y exhalaba gemidos de su pecho.
Los
fariseos la llenaban de insultos y de burlas. Habían clavado a
la
Cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús, a fin
de
que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos y para que los
huesos
de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Ya se había
hecho
el clavo que debía traspasar los pies y una excavación
para
los talones. El cuerpo de Jesús se hallaba contraído a
causa
de la violenta extensión de los brazos. Los verdugos extendieron
también sus rodillas atándolas con cuerdas; pero como los
pies no llegaban al pedazo de madera, puesto para sostenerlos, unos
querían
taladrar nuevos agujeros para los clavos de las manos; otros vomitando
imprecaciones
contra el Hijo de Dios, decían: "No quiere estirarse, pero vamos
a ayudarle". En seguida ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo
tendieron
violentamente, hasta que el pie llegó al pedazo de madera. Fue
una
dislocación tan horrible, que se oyó crujir el pecho de
Jesús,
quien, sumergido en un mar de dolores, exclamó: "¡Oh Dios
mío!
¡Oh Dios mío!".
Después ataron el pie izquierdo sobre el derecho y
habiéndolo abierto con una especie de taladro, tomaron un clavo
de mayor dimensión para atravesar sus sagrados pies. Esta
operación fue la más dolorosa de todas. Conté
hasta treinta martillazos. Los gemidos de Jesús eran una
continua oración, que contenía ciertos pasajes de los
salmos que se estaban cumpliendo en aquellos momentos. Durante toda su
larga Pasión el divino Redentor no ha cesado de orar. He
oído y repetido con Él estos pasajes y los recuerdo
algunas
veces al rezar los salmos; pero actualmente estoy tan abatida de dolor,
que no puedo coordinarlos. El jefe de la tropa romana había
hecho
clavar encima de la Cruz la inscripción de Pilatos. Como los
romanos
se burlaban del título de Rey de los judíos, algunos
fariseos
volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra inscripción.
Eran
las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado y en el mismo
momento
en que elevaban la Cruz, el templo resonaba con el ruido de las
trompetas
que celebraban la inmolación del cordero pascual.
XXVIII
Exaltación
de la Cruz
Los verdugos, habiendo crucificado a
Nuestro
Señor, alzaron la Cruz dejándola caer con todo su peso en
el hueco de una peña con un estremecimiento espantoso.
Jesús dio un grito doloroso, sus heridas se abrieron, su sangre
corrió abundantemente. Los verdugos, para asegurar
la Cruz, la alzaron nuevamente, clavando cinco cuñas a su
alrededor.
Fue un espectáculo horrible y doloroso el ver, en medio de los
gritos
e insultos de los verdugos, la Cruz vacilar un instante sobre su base y
hundirse temblando en la tierra; mas también se elevaron hacia
ella
voces piadosas y compasivas. Las voces más santas del mundo, las
de
las santas mujeres y de todos aquellos que tenían el
corazón puro, saludaron con acento doloroso al Verbo humanado
elevado sobre la Cruz. Sus manos vacilantes se elevaron para
socorrerlo; pero cuando la Cruz se hundió
en el hoyo de la roca con grande estruendo, hubo un momento de silencio
solemne;
todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y
desconocida
hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al
sentir
el golpe de la Cruz que se hundió y redobló sus esfuerzos
contra
ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría
llena
de esperanza: para ellas era el anuncio del Triunfador que se acercaba
a
las puertas de la Redención. La sagrada Cruz se elevaba por
primera
vez en medio de la tierra, cual otro árbol de vida en el
Paraíso, y de las llagas de Jesús salían cuatro
arroyos sagrados para fertilizar la tierra y hacer de ella el nuevo
Paraíso. El sitio donde estaba clavada la Cruz era más
elevado que el terreno circunvecino; los pies del Salvador bastante
bajos para que sus amigos pudieran besarlos. El rostro del Señor
miraba al noroeste.
XXIX
Crucifixión
de los ladrones
Mientras
crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de
espaldas a poca distancia de los guardas que lo vigilaban. Los acusaban
de haber asesinado a una mujer con sus hijos, en el camino de
Jerusalén a Jopé. Habían estado mucho tiempo en la
cárcel antes de su condenación. El ladrón de la
izquierda tenía más edad, era un gran criminal, el
maestro y el corruptor del otro; los llamaban ordinariamente Dimas y
Gesmas. Formaban parte de una compañía de ladrones
de la frontera de Egipto, los cuales en años anteriores,
habían hospedado una noche a la Sagrada Familia, en la huida a
Egipto.
Dimas era aquel niño leproso, que en aquella ocasión fue
lavado en el agua que había servido de baño al
niño
Jesús, curando milagrosamente su enfermedad. Los cuidados de su
madre
para con la Sagrada Familia fueron recompensados con este milagro.
Dimas
no conocía a Jesús; pero como su corazón no era
malo,
se conmovía al ver su paciencia más que humana.
Entretanto los verdugos ya habían plantado la Cruz del Salvador
y se daban prisa para crucificar a los dos ladrones; pues el sol se
oscurecía ya y en toda la naturaleza había un movimiento
como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos
cruces ya plantadas y clavaron las piezas transversales. Sujetados los
brazos de los ladrones a los de
las cruces, les ataron los puños, las rodillas y los pies,
apretando
las cuerdas con tal vehemencia que se dislocaron las coyunturas. Dieron
gritos terribles y el buen ladrón dijo cuando lo subían:
"Si
nos hubieseis tratado como al pobre Galileo, no tendríais el
trabajo
de levantarnos así en el aire".
Mientras tanto los ejecutores habían hecho partes de los
vestidos de Jesús para repartírselos. No pudiendo saber a
quién le tocaría su túnica inconsútil
trajeron una mesa con números, sacaron unos dados que
tenían figura de habas y la sortearon. Pero un criado de
Nicodemus y de José de Arimatea vino
a decirles que hallarían compradores de los vestidos de
Jesús; consintieron en venderlos y así conservaron los
cristianos estos
preciosos despojos.
XXX
Jesús
crucificado y los dos ladrones
Los
verdugos,
habiendo plantado las cruces de los ladrones, aplicaron escaleras a la
Cruz
del Salvador, para cortar las cuerdas que tenían atado su
Sagrado
Cuerpo. La sangre, cuya circulación había sido
interceptada por la posición horizontal y compresión de
los cordeles, corrió con ímpetu de las heridas y fue tal
el padecimiento, que Jesús inclinó la cabeza sobre su
pecho y se quedó como muerto durante unos siete minutos.
Entonces hubo un rato de silencio: se oía otra vez el sonido de
las trompetas del templo de Jerusalén. Jesús tenía
el pecho ancho, los brazos robustos; sus manos bellas y, sin ser
delicadas, no se parecían a las de un hombre que las emplea en
penosos trabajos. Su cabeza era de una hermosa proporción, su
frente alta y ancha; su cara formaba un lindo óvalo; sus
cabellos, de un color de cobre oscuro, no eran muy espesos. Entre las
cruces de los ladrones y la de Jesús había bastante
espacio para que un hombre a caballo pudiese pasar. Los dos ladrones
sobre sus cruces ofrecían un espectáculo muy repugnante y
terrible, especialmente el de la izquierda, que no cesaba de proferir
injurias y blasfemias contra el Hijo de Dios.
XXXI
Primera
palabra de Jesús en la Cruz
Acabada
la crucifixión de los ladrones, los verdugos se retiraron y los
cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta, bajo el
mando de Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después
con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio y
recibió después el nombre de Longinos. En estos momentos
llegaron doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos
ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que
mudase la inscripción de la Cruz y cuya rabia se había
aumentado por la negativa del gobernador. Pasando por delante de
Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo:
"¡Y bien, embustero; destruye el templo y levántalo en
tres días! - ¡Ha salvado a otros y no se puede salvar a
sí mismo! - ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz! –
Si es el Rey de Israel, que baje de la Cruz, y
creeremos en Él". Los soldados se burlaban también de
Él.
Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la
izquierda, dijo: "Su demonio lo ha abandonado". Entonces un soldado
puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó
a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado
le dijo: "Si eres el Rey de los judíos, sálvate tú
mismo". Todo esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el
puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un
poco la cabeza, y dijo: "¡Padre mío, perdónalos,
pues
no saben lo que hacen!". Gesmas gritó: "Si tú eres
Cristo, sálvate y sálvanos".
Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido al ver que Jesús
pedía por sus enemigos. La Santísima Virgen, al
oír
la voz de su Hijo, se precipitó hacia la Cruz con Juan,
Salomé
y María Cleofás. El centurión no los
rechazó.
Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la
oración
de Jesús, una iluminación interior: reconoció que
Jesús
y su Madre le habían curado en su niñez y dijo en voz
distinta
y fuerte: "¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por
vosotros?
Se ha callado, ha sufrido paciente todas vuestras afrentas, es un
Profeta,
es nuestro Rey, es el Hijo de Dios". Al oír esta
reprensión
de la boca de un miserable asesino sobre la Cruz, se elevó un
gran
tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para
tirárselas;
mas el centurión Abenadar no lo permitió.
Mientras tanto la Virgen se sintió fortificada con la
oración de su Hijo y Dimas dijo a su compañero, que
continuaba injuriándolo: "¿No tienes temor de Dios,
tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosostros lo
merecemos justamente, recibimos el castigo
de nuestros crímenes; pero éste no ha hecho ningún
mal. Piensa en tu última hora y conviértete". Estaba
iluminado
y tocado: confesó sus culpas a Jesús, diciendo:
"Señor, si me condenáis, será con justicia; pero
tened misericordia de mí". Jesús le dijo: "Tú
sentirás mi Misericordia". Dimas recibió en este momento
la gracia de un profundo arrepentimiento. Todo lo que acabo de contar
sucedió entre las doce y las doce y media y pocos minutos
después de la Exaltación de la Cruz; pero
pronto hubo un gran cambio en el alma de los espectadores, a causa de
la
mudanza de la naturaleza.
XXXII
Eclipse
de sol – Segunda y tercera palabras de Jesús
Cuando Pilatos pronunció
la inicua sentencia, cayó un poco
de granizo; después el Cielo se aclaró hasta las doce, en
que vino una niebla colorada que oscureció el sol: a la sexta
hora,
según el modo de contar de los judíos, que corresponde a
las
doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi cómo
sucedió,
mas no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada
como
fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de
los
astros, que se Cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de
la
tierra, huyendo con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me
hallé
en Jerusalén y vi otra vez la luna aparecer llena y
pálida
sobre el monte de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez y se
puso
delante del sol oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi
un
cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo
cubrió
enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro y estaba
rodeado
de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho
ascua.
El cielo se oscureció y las estrellas aparecieron despidiendo
una
luz ensangrentada.
Un terror general se apoderó de los hombres y de los animales:
los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban
golpes de
pecho, diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!".
Otros
de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón y
Jesús,
en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos. Las
tinieblas
se aumentaban y la Cruz fue abandonada de todos, excepto de
María
y de los caros amigos del Salvador. Dimas levantó la cabeza
hacia
Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo:
"¡Señor,
acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!".
Jesús
le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo
en
el Paraíso".
María pedía interiormente que Jesús la dejara
morir con Él. El Salvador la miró con una ternura
inefable y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer,
este es tu hijo". Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan
besó respetuosamente el pie
de la Cruz del Redentor. La Virgen Santísima se sintió
acabada de dolor, pensando que el momento se acercaba en que su Divino
Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús
pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo
sentí interiormente que daba a María por Madre a Juan y a
Juan por hijo a María.
En tales visiones se perciben muchas cosas y con gran claridad que no
se hallan escritas en los Santos Evangelios. Entonces no parece
extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la
llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por
excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en
este momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo.
También se comprende muy claramente que, dándola por
Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se
hacen hijos de Dios. Se comprende también que la más
pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres,
que habiendo dicho al ángel: "Ved aquí la esclava del
Señor, hágase en mí según tu palabra", se
hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo moribundo
obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo, repitiendo
en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia y
adopta por hijos suyos a todos los
hijos de Dios, a todos los hermanos de Jesucristo. Es más
fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo con
palabras y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez
el Padre Celestial: "Todo está revelado a los hijos de la
Iglesia que creen, que esperan y que aman".
XXXIII
Estado
de la ciudad y del templo - Cuarta y quinta
palabra
de Jesús
Era
poco
más o menos la una y media; fui transportada a la ciudad para
ver
lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de
inquietud; las
calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres, tendidos
por
el suelo con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y otros
subían
a los tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban
y
se escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos
mandó
venir a su palacio a los judíos más ancianos y les
preguntó
qué significaban aquellas tinieblas; les dijo que él las
miraba
como un signo espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos,
porque
habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su
Profeta
y su Rey; que él se había lavado las manos; que era
inocente
de esa muerte; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo
todo
lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural. Sin
embargo,
mucha gente se convirtió y todos aquellos soldados que
presenciaron
la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que
entonces
cayeron y se levantaron.
La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos y en el
mismo sitio en que por la mañana habían gritado:
"¡Que muera! ¡que sea crucificado!", ahora gritaba:
"¡Muera el juez inicuo! ¡que su sangre recaiga sobre sus
verdugos!". El terror y la angustia llegaban a su como en el templo. Se
ocupaban en la inmolación del
cordero pascual, cuando de pronto anocheció. Los
príncipes
de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad,
encendieron
todas las lámparas; pero el desorden aumentaba cada vez
más.
Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro
para
esconderse.
Cuando me encaminé para salir de la ciudad, los enrejados de las
ventanas temblaban y sin embargo no había tormenta. Entretanto
la tranquilidad
reinaba alrededor de la Cruz. El Salvador estaba absorto en el
sentimiento
de un profundo abandono; se dirigió a su Padre Celestial,
pidiéndole
con amor por sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre
afligido,
lleno de angustias, abandonado de toda consolación divina y
humana,
cuando la fe, la esperanza y la caridad se hallan privadas de toda luz
y
de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación y a
solas
en medio de un padecimiento infinito. Este dolor no se puede expresar.
Entonces
fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los
mayores
terrores del abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este
mundo
y a esta vida terrestre se rompen y que, al mismo tiempo, el
sentimiento
de la otra vida se oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir
victoriosos
de esta prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del
suyo
sobre la Cruz. Jesús ofreció por nosotros su
misericordia, su pobreza, sus padecimientos y su abandono: por eso el
hombre, unido a
Él en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora
suprema,
cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación
desaparecen.
Jesús hizo su testamento delante de Dios y dio todos sus
méritos
a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie; pidió
aún
por esos herejes que dicen que Jesús, siendo Dios, no
sintió
los dolores de su Pasión; y que no sufrió lo que hubiera
padecido
un hombre en el mismo caso. En su dolor nos mostró su abandono
con
un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios
por
su Padre un quejido filial y de confianza.
A las tres, Jesús gritó en alta voz: "¡Eli, Eli,
lamma sabactani!". Lo que significa: "¡Dios mío!
¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?". El
grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio
que reinaba alrededor de la Cruz: los fariseos se volvieron hacia
Él y uno de ellos le dijo: "Llama
a Elías". Otro dijo: "Veremos si Elías vendrá a
socorrerlo". Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada
pudo detenerla. Vino al pie de la Cruz con Juan, María, hija de
Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba
y gemía, un grupo de
treinta hombres de la Judea y de los contornos de Jopé pasaban
por
allí para ir a la fiesta y cuando vieron a Jesús
crucificado y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza,
exclamaron llenos de horror: "¡Mal halla esta ciudad! Si el
templo de Dios no estuviera en ella, merecería que la quemasen
por haber tomado sobre sí tal iniquidad". Estas palabras fueron
como un punto de apoyo para el pueblo y todos los que tenían los
mismos sentimientos se reunían.
Los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y
murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones. Sin
embargo, los fariseos ya no ostentaban la misma arrogancia que antes y
más bien, temiendo una insurrección popular, se
entendieron con el centurión Abenadar. Dieron órdenes
para cerrar la puerta más cercana de la ciudad y cortar toda
comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a
Pilatos y Herodes, para pedir al primero quinientos hombres y al
segundo,
sus guardias para impedir una insurrección. Mientras tanto, el
centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los
insultos contra Jesús, para no irritar al pueblo. Poco
después de las tres, paulatinamente desaparecieron las
tinieblas. Los enemigos de Jesús recobraron su
arrogancia conforme la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron:
"¡Llama a Elías!".
Por
la
pérdida de sangre el sagrado cuerpo de Jesús estaba
pálido y sintiendo una sed abrasadora, dijo: "Tengo sed". Uno de
los soldados mojó una esponja en vinagre y habiéndola
rociado de hiel, la puso en la punta de su lanza para presentarla a la
boca del Señor. De estas palabras que dijo recuerdo solamente
las siguientes: "Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los
muertos hablará". Entonces algunos gritaron: "Blasfema
todavía". Mas Abenadar les mandó estarse quietos.
Jesús con la Cruz camino al
Calvario
Crucifixión de Jesús
Muerte y Sepultura de Jesús
Resurrección de Jesús
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