La Vulgaridad


Finkielkraut define la vulgaridad como “la ausencia de maneras”. “Las maneras, que no son naturales y que se adquieren por la educación, distinguían en otro tiempo al gentleman del común de los mortales. El desarrollo conjunto de la democracia y del ocio hacía esperar que todos nos convertiríamos en gentlemen. En cambio, la elite de nuestro tiempo muestra su vulgaridad sin la menor vergüenza. Lo que me llama la atención es hasta qué punto esta elite, o su último avatar, la jet-set, reivindica la ausencia de maneras. (...)

La indelicadeza en la expresión no es algo exclusivo de los niños de las ciudades. Hoy emana de animadores, de periodistas, de comediantes, de cantantes que son las estrellas de nuestro mundo. Se da actualmente un desprecio militante de las formas, de la cortesía, de las fórmulas convencionales de respeto, que caracteriza a las personas con poder, con excepción de los políticos. Los políticos no pueden permitirse estas libertades”.

Finkielkraut piensa que hemos entrado en una nueva época: “aquella en la que la vulgaridad no es ya algo privativo de una clase contra otra, sino algo que invade la opinión, dicta su ley y aplasta implacablemente todo lo que le es extraño”.

Para el filósofo francés, “lo más significativo es la continuidad entre el mundo de las personalidades y el de los reality shows, con Le Loft [Gran Hermano] haciendo de lazo entre los dos. En el fondo, son las mismas personas, que hablan la misma lengua débil y exangüe. Al final de la relajación, del abandono, del ‘yo soy como soy’, cada vez hay menos palabras que decirse”.

“Es más fácil decir lo que a uno se le pasa por la cabeza que cuidar las formas. Pero esta facilidad se idealiza por el valor que se otorga al hecho de ser siempre uno mismo. Uno tiene a gala no hacer cumplidos y ser auténtico, como si parecer fuera mentir. Como si los espacios público y privado estuvieran regidos por las mismas reglas. Como si la verdad de uno residiera en los ruidos del intestino”.

El adiós a las formas comenzó en los años sesenta, afirma Finkielkraut. Entonces se trataba de acabar con toda una serie de convenciones pequeño-burguesas que eran exasperantes. Pero, junto a los aspectos positivos de ese movimiento, ha habido consecuencias desgraciadas. “Basta ver en qué se ha convertido el modo de vestir de los estudiantes de bachillerato: casco, zapatillas deportivas y mochila. La fealdad se exhibe, lo informe crece. Se quiere manifestar que uno pertenece a un colectivo, y no colaborar con la propia apariencia a la belleza del mundo. La vulgaridad contemporánea se inscribe en el proceso más vasto del descrédito del adorno”.

Finkielkraut no cree que esta tendencia sea un signo de rebeldía, sino de conformismo. “En la época en que reinaba una burguesía puritana y pomposa, podía existir una vulgaridad rebelde. Y el argot que los escritores introdujeron en la literatura tenía una potencia real de provocación. Era la irrupción escandalosa del cuerpo, del deseo, de lo orgánico, en una sociedad hipócrita y gazmoña. Hoy es algo completamente distinto. La vulgaridad no es una rebeldía, sino un conformismo. Ser vulgar es hacer como todo el mundo. Además, si el argot de otro tiempo sabía ser inventivo y gracioso, el que hoy predomina es de una monotonía abrumadora”.

Cuando le preguntan si esto afecta también a la literatura, responde que sí, y especialmente a la escrita por mujeres. “Mujeres a las que les encanta dar ejemplo, y tanto de palabra como por escrito enarbolan con delectación el estandarte de la vulgaridad, como si su liberación no pudiera ser adquirida más que al precio de la liquidación definitiva de lo femenino”.

Finkielkraut piensa que “el valor de una sociedad se mide por su ideal de la excelencia. Los modelos que escoge la nuestra, y que mira con envidia, son a menudo monstruos de vulgaridad. Para cambiar la situación, sería preciso al menos cuestionar ese ‘espontaneísmo’, esa impostura de la autenticidad”.