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La Crucifixión vista por un cirujano
Otro punto de vista médico
La Sábana Santa de Turín
Palabras de Su Santidad Juan Pablo II



LA CRUCIFIXIÓN

“Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros los que en otro tiempo estabais lejos, habeis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la Enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo de los dos, un sólo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un sólo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por Él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu.”
(Ef. 2,13-19)

“Por la fe, Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado hijo de una hija de Faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios, a disfrutar el efímero goce del pecado, estimando como riqueza mayor que los tesoros de Egipto el oprobio de Cristo, porque tenía los ojos puestos en la recompensa”.
(Hb. 11, 26)

“Pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos.”
(Col. 1, 19-20)

LA CRUCIFIXIÓN VISTA POR UN CIRUJANO

“O Bone et dulcissime Iesu, Tú que los has soportado, ayúdame para que sepa explicar tus padecimientos”.
Dr. Pierre Barbet
Cirujano del Hospital San José, París


La crucifixión empieza. No será muy complicada. Los verdugos conocen su oficio. Se comenzará desnudándole. El manto superior no presentará ninguna dificultad, pero la túnica se ha adherido íntimamente a las llagas. Por así decirlo, se ha pegado a todo su cuerpo, y este despojo es simplemente... atroz. ¿Ha quitado usted alguna vez una venda puesta inmediatamente a una herida que ya se había secado? ¿Usted mismo ha tenido que sufrir esta operación que en más de un caso exige anestesia? Si es así, entonces podrá entender algo de lo ocurrido a Cristo.

Cada hilo de lana se ha hecho una sola cosa con la superficie desnuda y al arrancarlo lleva consigo innumerables terminaciones nerviosas dejadas al aire en la herida. Estos millares de shocks dolorosos se aumentan y multiplican, aumentando cada uno la sensibilidad externa del sistema nervioso. No se trata de una lesión local, sino de casi toda la superficie del cuerpo y, sobre todo, de su desgarrada espalda.

Los verdugos, apurados, proceden rudamente. Quizás así sea mejor. Pero, ¿cómo ese dolor agudo, atroz, no le produce un síncope? Es patente que Cristo dirige su Pasión, desde el comienzo hasta el fin.

Los verdugos miden. Una vuelta de taladro para abrir el agujero a los clavos, y la horrible operación comienza. Uno de los ayudantes alcanza uno de los brazos con la palma para arriba. El verdugo toma el clavo (un largo clavo puntiagudo, que en la parte cercana a la cabeza mide más de 8 milímetros), lo apoya sobre la muñeca, en la hendidura que él bien conoce. Un solo golpe de su grueso martillo: el clavo ha entrado en la madera. Dos golpes más y quedará fijo sólidamente.
 
Jesús no gritó pero su Rostro se contrajo horriblemente. Sobre todo yo he visto en ese instante su dedo pulgar, con un movimiento violento, nervioso, clavarse en la palma: su nervio mediano había sido herido. Siento lo que Él ha debido sufrir: un dolor indecible, lacerante, que se ha desparramado por sus dedos, ha corrido como una flecha de fuego hasta su hombro y ha estallado en el cerebro. Es el dolor más intolerable a un hombre, el que proviene del corte de los grandes núcleos nerviosos. Casi siempre trae consigo el síncope. Jesús no quiso perder el conocimiento. ¡Si hubiera quedado cortado del todo el nervio! pero no, lo sé, sólo fue destruído en parte. La herida del manojo de nervios está tocando el clavo y sobre él, enseguida que sea suspendido el Cuerpo, será terriblemente extendido, como se extiende una cuerda de violín sobre su puente. Vibrará a cada sacudida, a cada movimiento, renovando el horrible dolor. Y eso durante tres horas.

Le extienden el otro brazo; los mismos gestos se repiten, los mismos dolores. Pero esta vez  -fíjese bien- Jesús ya sabe lo que le espera, lo acaba de experimentar en la otra Mano. Ya está clavado en el patíbulo (el travesaño horizontal de la Cruz), al que se adaptan sus dos Hombros y sus dos Brazos. Ya tiene forma de cruz.

Elevacion de la Cruz ¡Vamos, de pié! El verdugo y su ayudante sostienen los extremos del patíbulo y enderezan al Condenado. Lo hacen retroceder, lo apoyan al poste, desgarrando sus Manos perforadas (¡ay de sus nervios medios!). Con un último esfuerzo, a pulso, pues el poste no está muy alto, rápido, porque pesa, enganchan con certera maniobra el Patíbulo en lo alto del poste. En su cima dos clavos fijan el título trilingüe: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos".

El Cuerpo colgado de los Brazos que se extienden oblicuamente es agobiante. Los Hombros heridos por los latigazos y el peso de la Cruz, han raspado, dolorosamente, el áspero madero. La Nuca que sobrepasa al patíbulo, ha golpeado contra él al pasar, para terminar apoyándose en lo alto del poste. Las puntas afiladas del gran casquete de espinas, ha desgarrado el Cráneo más profundamente aún. Su pobre Cabeza cuelga hacia delante, pues el grosor de la corona le impide reposar sobre el madero; y cada vez que la endereza renueva sus punzadas.

El Cuerpo pendiente no está sostenido más que por los dos clavos hincados en los dos carpos (¡ay de los nervios medios!). Podría quedar así. El Cuerpo no se inclinará adelante, pero la costumbre es fijar también los pies. El Pie izquierdo de plano sobre la Cruz. De un sólo golpe de martillo el clavó se hunde por medio (entre el segundo y el tercer metatarsiano). El ayudante endereza la otra Rodilla y el verdugo, acercando el Pie derecho sobre el izquierdo, que el ayudante mantiene plano, con un segundo golpe en el mismo lugar, perfora este Pie. Todo se ejecuta con facilidad; luego con fuertes mazazos el clavo penetra en el madero. Aquí, gracias, mi Dios, nada más que un dolor bien banal, pero el suplicio no ha hecho más que comenzar. Entre dos hombres, el trabajo no ha llevado más que unos minutos y las heridas han sangrado poco. Pasan, luego, a los dos ladrones; y los tres patíbulos se levantan frente a la ciudad deicida.

Jesús al comienzo sintió algo de alivio. Después de tantas torturas, para un cuerpo agotado, esa inmovilidad le fue casi un descanso, que coincidió con una bajante de su tono vital.
 
Pero tiene sed. Hasta ahora no la había manifestado. Ha rechazado la bebida calmante, preparada por las caritativas mujeres de Jerusalem. Su sufrimiento lo quiere íntegro. Tiene sed, pero sabe que la superará. Tiene sed: nada ha bebido ni comido desde ayer por la tarde. Y estamos al mediodía. Tiene sed, lo manifestará para cumplir las Escrituras. Un alma buena entre los soldados, ocultando su compasión con una bufonada, mojando una esponja en su vino acidulado “acetum", dicen los Evangelistas, se la presenta en el extremo de una caña. ¿Tomará solamente una gota? Cualquier bebida significa para un ajusticiado un síncope mortal. ¿Dominará su sed? Ha de morir a su hora; le falta hablar dos o tres veces.

Al poco rato se produce un fenómeno extraño. Los músculos de sus Brazos se ponen rígidos, en una contracción que se acentúa por momentos. Sus deltoides, sus bíceps distendidos, se enmarcan en la piel desgarrada. Sus Dedos se curvan como garfios. ¡Calambres! Usted ha experimentado ese dolor agudo y progresivo, en una pierna, entre las costillas, en cualquier parte del cuerpo. Entonces haciendo caso omiso de lo demás, sólo nos ocupamos en relajar los músculos contraídos.

Pero contemplemos: ahora los muslos y las piernas, muestran esos rasgos rígidos. Los dedos de los pies se arquean, como si el tétanos hubiera hecho presa en Él con una de esas terribles crisis de las que uno jamás se olvida. Es lo que nosotros llamamos “la tetanía”. La generalización de los calambres en todo el cuerpo. Comienza por los músculos del vientre, luego los intercostales, los del cuello, por fin los respiratorios.

Su hálito se va haciendo cada vez más corto, más superficial. La tensión muscular se ha duplicado en las costillas ya levantadas por la fracción de los Brazos. El aire entra silbando, pero ya casi no sale. Respira ansiosamente, inspira un poco, pero ya no puede inspirar más. Tiene sed de aire (está como los asmáticos en los momentos más agudos del ataque).

Su Rostro pálido ha enrojecido poco a poco, ha pasado al púrpura, al violeta, por fin al azul. Se asfixia. Sus pulmones repletos de aire no pueden vaciarse. Su Frente está cubierta de sudor. Sus Ojos desorbitados bailan inyectados en sangre. ¡Qué horrible dolor debe martillear su cráneo! Va a morir. Quizá sea mejor: ¿No ha sufrido ya demasiado?...

Pero aún no ha llegado su hora. Ni la sed, ni la hemorragia, ni el dolor, acabarán con el Hombre Dios. Morirá con esos síntomas, pero morirá porque Él lo quiere.

  ¿Qué ocurre? Lentamente, con un esfuerzo sobrehumano se ha apoyado sobre el clavo de los Pies. Sí, sobre sus llagas, los Empeines y las Rodillas se extienden poco a poco y el Cuerpo se alza despacito aliviando la tensión de los Brazos.

Entonces, por sí mismo, comienza a ceder el terrible fenómeno. La tetanía disminuye. Los músculos se aflojan, al menos los del Pecho. La respiración se hace más fácil y profunda; los pulmones se renuevan, enseguida el Rostro adquiere su palidez de antes.

¿Para qué todo ese esfuerzo? Cristo nos va a hablar: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. ¡Oh, sí! perdónanos a nosotros, sus verdugos. Pero su Cuerpo nuevamente baja. La tetanía empieza de nuevo... Y cada vez que habla, (siete palabras conservamos) y cada vez que quiere respirar, tiene que apoyarse nuevamente sobre el clavo de sus Pies.
 
Y cada movimiento repercute en sus Manos, con dolores atroces (¡ay de sus nervios medios!). Es la asfixia periódica del desgraciado a quien se estrangula y luego se deja volver a la vida, para sofocarle una y otra vez. Cristo no puede escapar de esta asfixia sino a costa de horribles dolores y mediante un acto voluntario.

Y esto ¡va a durar tres horas!... Muere ya, mi Dios.

Pero mi pobre Cristo, -perdona a este cirujano-, todas tus llagas están infectadas. Veo claramente salir de ellas una linfa clara y transparente.

Jesús sigue luchando; de cuando en cuando se yergue. Todos sus dolores, su sed, sus calambres, la asfixia y las vibraciones de sus dos nervios medios, no le han arrancado ni un sólo gemido.

Por fin han pasado las tres horas largas. Sabe que ya es la hora de partir, exclama: “Todo está consumado”. El Cáliz ya esta vacío. La tarea acabada.

Luego, en un supremo esfuerzo, para hacernos comprender que muere voluntariamente, se endereza por última vez y dando un grito exclama: “Padre, en tus Manos encomiendo mi Espíritu”. En un último suspiro inclinó suavemente la Cabeza, su mentón se apoyó en su esternón.
 
Jesús muere
Y murió cuando quiso.

La tierra tiembla. El cielo se eclipsa.

La rigidez cadavérica se apoderó brutalmente de su Cuerpo. Sus Piernas quedaron duras como el acero.


“Se entregó porque quiso”. Ha dirigido toda su Pasión sin ahorrar ni un sólo padecimiento. Aceptando las consecuencias fisiológicas, pero sin ser dominado por ellas. Murió cuando y como quiso.

Y ahora, lector ¡agradezcamos a Dios! que me ha dado ánimos para llegar hasta el fin, no sin lágrimas. Todos estos dolores espantosos que hemos vivido con Él, durante toda su vida los previó, los meditó, los quiso en su Amor, para pagar nuestras caídas.

Jesús está en agonía hasta el fin de los tiempos. Es justo, es bueno sufrir con Él y agradecerle cuando nos envía el dolor, asociándose al suyo.

¡Oh Jesús! ¿Quién no hubiera tenido compasión de Ti? Tú que eres Dios, ten también compasión de mí, que soy un pecador.

Cuando un cirujano ha meditado los sufrimientos de la Crucifixión, cuando ha analizado los tiempos y las circunstancias fisiológicas, cuando se ha dedicado a reconstruir metódicamente todas las etapas de ese martirio, de una noche y un día, puede, mejor que el más elocuente de los predicadores, compadecer los dolores de Cristo. Yo le aseguro a usted que es algo terrible; y de mi parte le confieso que he resuelto, a veces, no volver a pensar más en ellos.

Mensajero del Corazón de Jesús
Buenos Aires-Marzo1951



LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Los Evangelistas se limitan a mencionar el nombre de aquel suplicio degradante y crudelísimo de que los autores antiguos, especialmente Cicerón y Filón nos han dejado descripciones trágicas de las que hemos tomado la mayor parte de las noticias que siguen:

“El paciente desnuda la parte superior de su cuerpo y atadas las manos era sujetado a un pilar poco elevado o a una columna baja, con la espalda encorvada, de modo que al descargar sobre ésta los golpes nada perdiesen de su fuerza.

  Recibida la orden del que presidía el suplicio, dos lictores por lo menos y a veces cuatro y hasta seis, hombres vigorosos, hechos a manejar el látigo horrible (“horrible flagelum” como lo llama Horacio), golpeaban con todas sus fuerzas, sin compasión. A los primeros azotes rasgábase la carne y la sangre salía de las venas a borbotones.

Usábanse para la flagelación látigos hechos de cuerdas o correas en cuyos extremos se solían poner huesecillos o pedacitos de hierro o plomo. Aunque los golpes se descargaban directamente sobre la espalda, los extremos de las cuerdas, enroscándose al cuerpo, iban a herir el pecho o el vientre. Después del suplicio quedaban a veces al descubierto las venas y aún las entrañas del flagelado. El rostro mismo quedaba desfigurado por los golpes.

Muchos de ellos eran retirados medio muertos y no tardaban en sucumbir y hasta se daba el caso que la muerte del azotado pusiese fin a la flagelación”.

Tomada de la Vida de Nuestro Señor Jesucristo, por Fillion


LA PASIÓN DE CRISTO
DESDE OTRO PUNTO DE VISTA MÉDICO

Por el Dr. C. Thuman Davis, M.D., M.S.
Editado en Marzo de 1965. Arizona Medicine


"Vamos a seguir los pasos de Jesús a través de Getsemaní, durante su juicio, cuando fue azotado, durante su caminar a lo largo de la "Vía Dolorosa" y aún durante sus últimas horas en la Cruz.  Esto me llevó a estudiar la práctica conocida de la crucifixión en sí misma ; o sea, la tortura y ejecución de una persona por asfixia en una cruz.

Aparentemente, la primera práctica conocida de crucifixión fue realizada por los persas. Alejandro y sus generales la llevaron al mundo Mediterráneo, a Egipto y a Cartago. Los romanos la aprendieron de los cartagineses y (como casi todo lo que hicieron) rápidamente desarrollaron un grado muy alto de eficiencia y técnica para llevaría a cabo. Algunos autores romanos (Libio, Cicerón y Tácito) comentan sobre la crucifixión. Múltiples innovaciones y modificaciones están descritas en la literatura antigua. Voy a mencionar algunos elementos que tienen importancia en este aspecto. La porción de arriba de la cruz (patíbulo) fue colocada 60 ó 90 cm. abajo del borde superior de lo que comúnmente conocemos hoy en día como la forma clásica de la cruz (cruz latina).  Sin embargo, la forma usual del tipo de cruz que pudo haberse empleado con nuestro Señor, fue la "cruz Tau" (formada como la letra griega "Tau" o como nuestra "T"). En esta cruz, el brazo horizontal estaba puesto en un corte del borde superior. Hay evidencias arqueológicas bastante abrumadoras de que fue en este tipo de cruz que Jesús murió.
 
El poste vertical, generalmente se fijó en tierra en el lugar de la ejecución, y el hombre condenado fue forzado a cargar el brazo horizontal, que se cree pesaría unos 51 kg., de la cárcel al lugar de la ejecución. Sin ninguna prueba histórica o bíblica, los pintores medievales y renacentistas nos han hecho visualizar a Cristo cargando la cruz entera. Muchos de esos pintores y la mayoría de los escultores de la crucifixión, muestran los clavos atravesando las palmas, pero informes históricos romanos y trabajo experimental, han demostrado que los clavos fueron insertados entre los huesos pequeños de las muñecas y no en las palmas, pues de haber sido del segundo modo, las manos se hubieran desgarrado de entre los dedos cuando soportaran el peso del cuerpo. La equivocación tal vez sucedió por el malentendido de las palabras de Jesús a Tomás: "ve mis manos". Los anatomistas modernos y antiguos siempre han considerado las muñecas como parte de las manos.

Un letrero pequeño, diciendo el crimen de la víctima, normalmente fue cargado delante de la procesión y después clavado a la cruz, arriba de la cabeza del crucificado. Este letrero clavado arriba de la cruz, pudiera haberle dado, de alguna manera, la forma característica de la cruz latina.

La pasión física de Jesús comienza en Getsemaní. De los muchos aspectos de este sufrimiento inicial, voy a hablar solamente sobre los de interés fisiológico, como el fenómeno del "sudor de sangre." Es interesante que el médico del grupo, Lucas, sea el único que menciona este fenómeno.  Dice: "en medio de su gran sufrimiento, Jesús oraba aún más intensamente y el sudor caía a tierra como grandes gotas de sangre". Cada intento imaginable ha sido usado por los estudiosos modernos para explicar científicamente esta frase, ante la idea errónea de que esto no podría suceder.  Ahorraríamos mucho esfuerzo consultando la literatura médica. Aunque es muy raro, el fenómeno del sudor de sangre es bien conocido por la ciencia clínica. Bajo gran "stress" emocional, los vasos capilares pequeños de las glándulas sudoríparas pueden romperse y de esta manera mezclarse sangre con sudor. Solamente este proceso hubiera podido producir debilidades marcadas y posiblemente el shock.

Vamos a transportamos rápidamente a la traición y al arresto de Jesús. Será sorprendente comprender que partes importantes de la historia sobre la pasión estén faltando, lo cual puede resultamos frustrante, pero para ser congruentes con nuestro propósito de analizar solamente los aspectos físicos del sufrimiento de Cristo, será necesario. 

Después del arresto, durante la madrugada, llevaron a Jesús ante el Sanedrín y Caifás, el sumo sacerdote. Es aquí donde le causaron el primer trauma físico. Un soldado golpeó a Jesús en la cara, porque se quedó callado mientras Caifás lo interrogaba. Después, los guardianes del palacio le pusieron una venda en los ojos y burlándose de Él, le preguntaron quién de ellos lo había golpeado, escupiéndole y abofeteándole el rostro.  En la mañana, Jesús, golpeado, lleno de moratones, deshidratado y exhausto por una noche sin dormir, fue llevado desde Jerusalén hasta el pretorio de la fortaleza Antonia, el trono del procurador de Judea, Poncio Pilato. Estamos familiarizados, por supuesto, con las acciones de Pilato al intentar pasar su responsabilidad a Herodes Antipas, el tetrarca de Judea. Aparentemente, Jesús no fue maltratado físicamente en las manos de Herodes, sino solamente devuelto a Pilato. Fue entonces, en respuesta a los gritos de la muchedumbre, que Pilato ordenó la libertad de Barrabás y condenó a Jesús a ser azotado y crucificado.

Hay mucho desacuerdo entre los estudiosos acerca de la práctica de flagelaciones como preámbulo a la crucifixión. La mayoría de los escritores romanos de este tiempo no las asocian. Muchos expertos en la materia, creen que Pilato originalmente ordenó, como castigo único, que Jesús fuera flagelado, y que su condena a muerte por crucifixión fue solamente respuesta a la provocación de la muchedumbre, pues como procurador no estaba defendiendo propiamente al César contra lo que dijera Jesús. (Acerca de ser el Rey de los Judíos).

Los preparativos para la flagelación se llevaron a cabo. El preso fue despojado de sus ropas, y sus manos fueron atadas sobre su cabeza. Es dudoso que los romanos intentaran seguir las leyes judías con respecto a la flagelación. Los judíos tenían una ley antigua que prohibía más de cuarenta azotes. Los fariseos, que siempre fueron estrictos en asuntos de ley, insistieron en que solamente le dieran treinta y nueve. (En caso de perder uno en el conteo, estaban seguros de permanecer dentro de lo legal). El legionario romano dio un paso adelante con el látigo ("flagrum" o "flagelum") en la mano. Era un látigo corto que consistía en muchas correas pesadas de cuero, con dos bolas pequeñas de plomo en las puntas de cada una. El látigo pesado fue lanzado con toda fuerza una y otra vez sobre los hombros, espalda y piernas de Jesús.

Al principio, las correas pesadas cortaron la piel solamente. Después, mientras los golpes continuaban, cortaron más profundamente, hasta el fino tejido subcutáneo, produciendo en inicio un flujo de sangre de los vasos capilares y venas de la piel, y al final chorreó sangre arterial de los vasos de los músculos.  Las bolas pequeñas de plomo, produjeron primero moratones grandes y profundos que se abrieron con los subsecuentes golpes, y después la piel de la espalda se colgó en forma de largas tiras, hasta que el área entera fue una masa irreconocible de tejido sangrante y desgarrado.  Cuando el centurión en cargo determina que el preso está cerca de la muerte, se detiene la flagelación.

Jesús, medio desmayado, está entonces desatado y desplomándose sobre el pavimento de piedra, mojado en su propia sangre. Los soldados romanos ven con mofa que este judío provinciano proclame ser Rey. Ponen una capa sobre sus hombros y le colocan un palo en la mano, como cetro. Todavía necesitan de una corona para hacer completa su burla. Un bulto pequeño de ramas flexibles cubiertas con espinas largas (normalmente usadas como leña), trenzado en forma de corona, le es incrustada en el cuero cabelludo. Otra vez hay un sangrado abundante (el cuero cabelludo es una de las áreas más vascularizadas del cuerpo).  Después de burlarse de Él y de pegarle en la cara, los soldados tomaron el palo de su mano y le pegaron detrás de la cabeza, incrustándole más profundamente las espinas en el cuero cabelludo.  Finalmente, se cansaron de su juego sádico y jalaron la capa de su espalda, habiendo sido ya adherida a los coágulos de sangre y al suero de las heridas. Su removimiento fue como el retiro descuidado de una gasa sobre una cirugía, causándole extenuantes dolores, casi como si hubiera sido flagelado otra vez. Las heridas sangraron de nuevo.

A diferencia de las costumbres judías, los romanos le regresan su ropa. El pesado brazo horizontal de la cruz, está atado a sus hombros y a la procesión del Cristo condenado, a dos ladrones y al equipo de ejecución de los soldados romanos dirigido por un centurión, empezando un viaje lento por la "Vía Dolorosa". A pesar de sus esfuerzos por caminar recto, la carga de la pesada cruz de madera combinada con el shock producido por la pérdida copiosa de sangre, es excesiva; se tambalea y cae. La madera áspera de la viga penetra y raspa dentro de la piel rasgada de los músculos de los hombros. Trata de levantarse, pero sus músculos humanos han sido utilizados más allá de sus límites. El centurión, ansioso de continuar con la crucifixión, selecciona un fuerte hombre norafricano que está como espectador: Simón de Cirene, para cargar la cruz.  Jesús sigue todavía sangrando y sudando el sudor frío y pegajoso del shock. El viaje de seiscientas cincuenta yardas de la fortaleza Antonia al Gólgota está cumplido por fin. El preso es de nuevo despojado de sus ropas, con la excepción de un calzón corto, que es permitido a los judíos.

La crucifixión comienza.

Ofrecen a Jesús vino mezclado con mirra, una mezcla analgésica suave que rehúsa tomar. Exigen a Simón poner la cruz en la tierra y tiran a Jesús rápidamente, poniendo sus hombros contra la madera. El legionario busca con el tacto el hundimiento al frente de la muñeca de su brazo. La atraviesa con un clavo pesado de hierro dulce, de sección cuadrada y a través de la madera, y rápidamente se mueve al otro lado repitiendo la operación, teniendo cuidado de no colocar los brazos demasiado extendidos para permitir un poco de flexibilidad y movimiento.  Se levanta la parte horizontal (patíbulos) en su lugar al borde del poste y el título que dice: "Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos", es clavado en su lugar.

El pie izquierdo es presionado contra el pie derecho y con los dos pies extendidos, dedos abajo, atraviesan un clavo a través del arco de cada uno, dejando las rodillas flexionadas moderadamente. La víctima ahora esta crucificada mientras lentamente desfallece, sintiendo más peso en las muñecas.  El dolor extenuante se esparce sobre los dedos hacia los brazos hasta explotar en el cerebro. Los clavos en la muñeca presionan los nervios. Mientras Jesús se impulsa hacia arriba para evitar este tormento inmenso, pone su peso completo en el clavo de sus pies. De nuevo, otra horrible agonía de resquebrajamiento de los nervios entre los huesos metatarsianos de los pies.

 
En este punto, otro fenómeno sucede: mientras los brazos se fatigan, grandes olas de calambres pulsan sobre sus músculos contrayéndolos en un dolor palpitante y persistente. Con estos calambres viene la incapacidad de empujarse hacia arriba. Colgando de sus brazos, los músculos pectorales estás paralizados y los músculos intercostales están incapacitados para reaccionar. Puede inhalar aire en los pulmones pero no puede exhalarlo. Jesús lucha para levantarse y obtener por lo menos una respiración leve. Finalmente se acumula bióxido de carbono en los pulmones y en las vías sanguíneas. Los calambres disminuyen parcialmente. Espasmódicamente, se empuja hacia arriba para inhalar y exhalar el vital oxígeno.

Es indudable que fue durante este tiempo cuando Jesús dijo las siete frases cortas que han quedado escritas: La primera, mirando hacia abajo a los soldados romanos echando a suertes su capa sin costura: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen".  La segunda, al ladrón arrepentido: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso". La tercera, mirando al joven Juan, angustiado y dolido, su apóstol amado: "He ahí a tu madre" y mirando a María, su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". El cuarto grito proviene del comienzo del Salmo 22: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".

Horas de dolor sin límites, ciclos de calambres que le retuercen las coyunturas y asfixia parcial intermitente, mientras el tejido fino de su espalda se desgarra contra la cruz áspera. Empieza entonces otra agonía: un dolor profundo e intenso en el pecho, cuando el pericardio se llena lentamente de líquido y comprime al corazón.


Recordemos de nuevo el Salmo 22 (versículo 14): "Soy como agua que se derrama, mis huesos estás dislocados. Mi corazón es como cera que se derrite dentro de mí". Ahora casi todo está terminado. La pérdida del fluido de los tejidos finos ha alcanzado un nivel crítico y el corazón comprimido está luchando para bombear sangre pesada y espesa dentro del tejido fino. Los pulmones torturados están haciendo un esfuerzo frenético para obtener dosis pequeñas de aire. El tejido fino deshidratado manda otra tormenta de estímulos al cerebro.

Jesús da su quinto grito: "Tengo sed." En el Salmo 22:15, leemos: "tengo la boca seca como una teja; tengo la lengua pegada al paladar. ¡Me has hundido hasta el polvo de la muerte!". Un hisopo empapado en "poska," el vino agrio y barato que es la bebida común de los legionarios romanos, es acercado a sus labios. Aparentemente no toma nada del líquido. El cuerpo de Jesús ahora se extingue y puede sentir el escalofrío de la muerte correr por sus entrañas. Ante esta situación, salen sus sextas palabras, posiblemente no más que un murmullo agonizante en Juan 19:30: "Todo está cumplido".  Su misión de Redención se ha completado. Por fin puede dejar que su cuerpo muera. Con el último aliento de fuerza, de nuevo presiona sus pies desgarrados contra el clavo, enderezando sus piernas. Jesús toma una respiración más profunda y emite su séptimo y último grito: "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu".

 
Lo que sigue ya es conocido. Para que el día de reposo no fuera profanado, los judíos pidieron que los hombres condenados fueran bajados de las cruces. La manera común de terminar una crucifixión era la "crucifractura": el rompimiento de los huesos de las piernas. Eso prevenía de que la víctima se empujase hacia arriba, pues la tensión no podía ser aliviada en los músculos del pecho y producía una sofocación rápida. Las piernas de los dos ladrones fueron rotas, pero cuando llegaron a Jesús vieron que no era necesario hacerlo con Él.  Aparentemente para estar seguro de su muerte, el legionario clavó su lanza en el quinto pericardio del corazón.  En Juan 19:34, dice, "Y al momento salió sangre y agua." Por eso hubo un flujo de agua de la bolsa que rodeaba al corazón, y sangre del interior cardiaco. Lo que concluimos es que nuestro Señor murió, no por la asfixia común producida por la crucifixión, sino por el paro de corazón debido al shock y contracción de éste por la presencia de fluidos en el pericardio.
 
Dr. C. Thuman Davis, M.D., M.S.



LA SÁBANA SANTA DE TURÍN


Ante todo, el cadáver presenta un rostro de una impresionante y grandiosa calma serena y de una belleza varonil infrecuente, en el que se acusan numerosos golpes, uno de ellos, seguramente un garrotazo, deforma la nariz con una posible fractura de cartílagos nasales. En la región molar derecha destaca la huella de un puñetazo con acusada hinchazón con varios regueros de sangre fresca que se empaparon en la tela funeraria.

Destaca claramente pecho y vientre del cadáver con un tórax levantado en fase inspiratoria, en el que se dibujan con gran relieve los múlsculos pectorales. Da la impresión de un tórax de atleta sobre un epigastrio deprimido, en hueco, cruzado por los brazos. La mano izquierda sobre la derecha presenta una herida en su cara dorsal; redonda y bien definida de la que parte un reguero de sangre que por la posición del cadáver aparenta ascendente... La herida es la salida del clavo que crucificó aquella mano pasando por entre los metacarpios a través del espacio de Destock. El reguero es la sangre que se deslizó desde la herida buscando el codo... Esta mano aún presenta una estructura normal, con el pulgar en oposición por la lesión de los nervios medianos y los dedos ligeramente flexionados.

Manos de la Sabana Santa Pero por debajo de esta mano izquierda asoma una horrible, mano derecha, cuyos dedos índice y medio están completamente dislocados y proyectados hacía delante, tanto que sobrepasa el índice su longitud normal en casi un centímetro y medio. No presenta además la semiflexión característica de la otra mano, sino una forzada rigidez. Esto revela que la mano derecha debió ser mal clavada, o sea, que no encontró el verdugo el espacio de Destock y clavó el clavo forzando la unión entre el escafoides y el hueso grande, por encima del trapezoide, empujando así el estiramiento forzado del dedo. En el antebrazo derecho también aparece el reguero de sangre.

En la parte del tórax y en el vientre destacan en el plano anterior numerosas huellas de los azotes, que también se observan formando abanico en la parte alta de los muslos, sobre todo en el derecho, y en la parte anterior de las piernas. Esto permite curiosas observaciones, como la de que uno de los verdugos flageladores era más alto que el otro, usando dos instrumentos de tortura distintos, el uno el clásico “flagrum” con sus tres ramales rematados con dos bolitas de plomo cada uno. Cada golpe del “flagrum” da tres latigazos que producen además cada uno dos contusiones más o menos intensas con los plomos. El otro instrumento es el “flagellum” formado por dos tiras de correas que cada una tenía en su terminación un pasador metálico que terminaba en dos bolitas. Estas bolitas era algo así como una minúscula pesa de las que antiguamente se usaban en los gimnasios formada por dos esferas de hierro unidas por una barra.



Según el doctor Pedro Barbet, uno de los que con más entusiasmo han estudiado la Sábana Santa de Turín, se cuentan: en el dorso de Jesucristo más de cien, tal vez unas ciento veinte lesiones. Esto hace su poner que los verdugos descargaron en conjunto unos sesenta golpes, calculándose que cada instrumento, tenía dos ramales. Debe observarse que sólo los golpes que produjeron heridas han quedado marcados en la Sábana, pero no aquellos que sólo acardenalaron la piel, pues las equimosis no pueden producir imagen, alguna.

Lo que sí queda fuera de duda es que se rebasó el máximo de cuarenta golpes de la costumbre judía. Si le atribuímos diecinueve golpes a cada uno de ellos, el del “flagrum” con sus tres ramales habrá producido cincuenta y siete latigazos y el del “flagellum” de dos ramales, treinta y ocho, que sumados dan noventa y cinco, número muy inferior al contado por el doctor Barbet. No es pues, cálculo exagerado el de cincuenta golpes por verdugo. Como lógicamente golpeaban alternativamente y no ambos a la vez, hay que calcular que la flagelación duraría de cuarenta a cuarenta y cinco minutos.

En ambas rodillas se aprecian claramente las lesiones producidas por las caídas en los desfallecimientos bajo el ingente peso de la Cruz. Son lesiones clásicas, redondeadas, profundas y de bordes anfractuosos. Sobretodo en la rodilla derecha se aprecian tres: una grande, central y dos más pequeñas que pueden atribuirse a dos guijarros pequeños y de bordes cortantes que bajo el peso del cuerpo se clavaron en la maltrecha rodilla.

Fragmentos, por Renato Llanas de Niubó
Más información sobre la Síndone: Página oficial: www.sindone.org
  • El Papa rezando ante la Sabana Santa "Lo que realmente cuenta para los creyentes es que la Sabana Santa es espejo del Evangelio".
  • "Todo hombre sensible se siente interiormente tocado y conmovido al contemplarlo", "con libertad interior y cuidadoso respeto, tanto de la epistemología científica como de la sensibilidad de los creyentes", "sin posiciones preconcebidas que den por descontado resultados".
  • "Imagen del sufrimiento humano", "que revela y esconde".
  • "Recuerda al hombre moderno, el drama de tantos hermanos y lo invita a interrogarse sobre el misterio del dolor para profundizar en sus causas".
  • "La Sábana Santa no sólo nos lleva a salir de nuestro egoísmo, sino que además nos permite descubrir el misterio del dolor, que santificado por el sacrificio de Cristo, genera salvación para toda la humanidad".
  • "Es el pecado, los pecados de cada ser humano"
  • "Al hablarnos de amor y de pecado, la Sábana Santa nos invita a imprimir en nuestro espíritu el rostro del amor de Dios".
Juan Pablo II


 

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